Entre salazones, escabeches y salmueras. Los pueblos costeros de Asturias no se entienden sin la enorme industria conservera de los siglos XIX y XX. Polo de comercio y bonanza, esta industria se ha leído a lo largo de los años en clave femenina. Y es que, mientras los marineros surcaban el Cantábrico en busca de la mejor costera, la mano de obra femenina se encargaba de transformar las piezas en conservas de la más alta calidad.
Fiel reflejo de la sociedad de aquella época, la mujer cumplía un papel imprescindible en villas como San Juan de La Arena, Luanco o Candás. Esta última fue epicentro de varias de las grandes marcas de conservas españolas en el siglo XX. Albo, Ortiz o La Candasina son nombres ligados al patrimonio industrial de la hoy conocida como "villa de olímpicos" —el COI le dio este título en 2001 por ser el pueblo de España con más olímpicos por habitante—.
Producto del mar Cantábrico
El Cantábrico ofrece sus tributos dos veces al año. A la costera del bocarte, que comienza en primavera, se le une la del bonito en los meses estivales. Durante este tiempo, y gracias a las nuevas posibilidades industriales, con métodos de conservación que iban más allá de los tradicionales escabechados y salazones, numerosos pueblos vieron cómo surgía una incipiente industria que sirvió como dinamizador social.
Una industria cuyas huellas quedan reflejadas en el carácter indómito de la mujer del Cantábrico. También en las edificaciones, la mayor parte de ellas en desuso, de recintos donde se recogían los frutos del mar y se transformaban en recipientes de hojalata listos para exportar a Castilla. Tal era la fama de Candás, que los precios de la villa marinera servían de guía para el resto de localidades.
Entre empacadoras y cebadoras
La práctica totalidad de las plantillas de las conserveras asturianas se leían en clave femenina. Y, aunque en esas pequeñas ciudades de hojalatas y vísceras existía un organigrama muy definido, este se mantenía muy alejado de los salarios masculinos.
La encargada supervisaba las labores del resto del equipo, las empacadoras eran quienes realizaban lo que hoy conoceríamos como packaging, mientras que las cebadoras cubrían los bonitos y las anchoas de aceite o escabeche. Fundamental, también, el papel de las cocineras, que prepararían esos elixires a base de vinagres, vino blanco, laurel y un punto de sal.
Hubo que esperar a la década de 1920 para que la marea femenina fuese escuchada y considerada. Ese rumor violeta logró una serie de mejoras salariales y de seguridad que repercutieron en un pago semanal —los sábados— que, si bien estaría lejos de sus compañeros masculinos, fue punto de inflexión en una sociedad heteropatriarcal demasiado definida.
La imagen de la mujer
A nadie se le escapa que, en plena Dictadura, la litografía de las conserveras asturianas fuera una propaganda más del régimen. En ellas, se puede observar una mujer que cumplía los estándares sociales establecidos en la época.
La imagen de mujer empoderada que se había ido logrando a pie de fábrica se desvanecía en estas serigrafías, donde se mostraba una fémina casta, pura, servicial y, en muchas ocasiones, ataviadas con los trajes regionales de la zona. También se hacía alusión a personajes mitológicos, como las sirenas.
Una muerte anunciada
Al igual que las luces de los pesqueros del Cantábrico se van apagando año tras año, derrumbes, cierres y conflictos laborales han hecho que la industria conservera asturiana sea ahora un reducto de lo que fue. Lejos queda ese tercio de producción que, a comienzos del siglo XX, y reforzado con la presencia del ferrocarril, se le atribuía al Principado.
La coyuntura económica de finales del siglo XX, así como una decadente conexión que impedía las exportaciones nacionales e internacionales fueron caldo de cultivo para que apenas queden supervivientes en el mapa asturiano, a pesar de contar con equipos humanos —integrados por esas voces femeninas— perfectamente cualificados.
Conservar el recuerdo
El desmantelamiento progresivo ha dado un aire gallego a las que fueron las conservas asturianas. Vigo, hoy en día epicentro de las conserveras a nivel nacional, se ha coronado como reina en un mapa de pequeños productores que, como la propia naturaleza, se han ido fagocitando por los grandes.
Lejos queda el auge de Conservas Albo, que dio trabajo a varias generaciones en Candás. El edificio de su vecina, la conservera Ortiz, hoy ha sido recuperado para crear el Ecomuseo de la Conserva de Asturias, cuya exposición permanente —y de acceso gratuito— nos traslada a esa época de penetrante olor a salmuera.