Imagine una tarde de sábado cualquiera en la que decide ir al cine. Escoge qué va a ver, acude a la sala y, si es de los que disfrutan comiendo mientras ve una película, es más que probable que adquiera alguna de las combinaciones u ofertas disponibles. Estas, generalmente, se componen de un cartucho de palomitas y uno o varios refrescos.
Trasládese ahora a principios del siglo XVII, en pleno apogeo del fenómeno de masas que fue el teatro barroco. ¿Cómo imagina esta experiencia? Por suerte, disponemos de no pocos testimonios que describen las características de la también llamada fiesta barroca y gracias a ellos sabemos que los espectadores de la época tenían su combo particular, compuesto por frutos secos y una bebida muy popular: la aloja.
Los corrales de comedias
Conocemos la existencia de esta costumbre por los numerosos restos de cáscaras de frutos secos que se han encontrado en los suelos de los antiguos corrales de comedias. Además, su consumo se constata en la obra El día de la fiesta por la tarde (1654), de Juan de Zabaleta, cuando se habla sobre qué hacen las mujeres una vez se sientan en la cazuela — el espacio destinado a ellas—: “Empiezan a sacar avellanas las dos amigas y en entrambas bocas se oyen grandes chasquidos”. Una escena que puede que a muchos les recuerde a la costumbre de comer pipas en los cines de los años 70 y 80.
Cuando el espectador barroco llega al corral de comedias se encuentra, primero, con el cobrador de la entrada y, a continuación, tras acceder al vestíbulo, con uno o dos cubículos, las llamadas alojerías. Al igual que sucede en la actualidad con las barras de los cines, en el mostrador de la alojería se ofrecen todo tipo de golosinas con que entretener el estómago mientras se entretiene la mente. Allí cualquiera puede adquirir su bebida, la aloja, además de frutos secos, turrones, barquillos o las famosas limas, de las que hablaremos en otra ocasión.
La receta de la aloja
Naturalmente, a estas alturas, se preguntará: ¿qué era o es la aloja? Esta bebida, que se popularizó durante el siglo XVII hasta el punto de dar origen en 1640 a un gremio propio, el de los alojeros, era un preparado similar al hidromiel que actualmente ya no se consume.
El famoso Doctor Thebussem (1828-1918, escritor y gastrónomo español), remite en una carta de 1882 a la receta que aparece en el tratado Del menor daño de la medicina (1511) del doctor Chirinos, pues en ese momento la receta ya era desconocida y no quedaban establecimientos que la vendieran. El preparado se realizaba a partir de agua de río, levadura antigua, miel “muy buena”, polvos de jengibre y pimienta, canela, clavo y nuez moscada. En todos los diccionarios de la época coinciden en la receta, aunque no aportan tanto detalle en las especias que la componen.
Se trataba de una de esas bebidas especiadas que tanto gustaban en la época, como el hipocrás y la clarea, a base de vino tinto y blanco respectivamente, en ambos casos aderezados con especias. La aloja era una bebida espirituosa potente y, por ello, en verano, se servía acompañada de nieve para rebajar su potencia y porque, seguramente como Covarrubias afirma, es “una bebida muy ordinaria en el tiempo de estío”.
La costumbre de dejar rastro
Quizá, de entre los curiosos paralelismos entre los ociosos espectadores del teatro barroco y los cinéfilos actuales, el más deleznable sea la ingente cantidad de basura que el humano medio deja en el suelo de la sala al terminar la función, despreocupado al saber que alguien vendrá a recogerlo antes de la siguiente proyección. Por favor, no sea uno de esos. En el futuro de la era digital nuestros sucesores no necesitarán de técnicas arqueológicas para conocer las costumbres del siglo XXI.