La mayoría de las tareas agrícolas van acompañadas de fiestas, tradiciones y recetas que aún perviven en la memoria y en las cocinas de los habitantes de las zonas rurales como elemento identificador de la comunidad.
Los trabajos como las siembras, las cosechas o las matanzas eran hitos importantes en el calendario de campesinos y pastores en la medida que estos aseguraban una despensa llena para el resto del año. Una buena cosecha de cereal, de aceituna o de fruta era motivo de alegría y festejo porque la comunidad entera había sido partícipe del esfuerzo que conlleva trabajar la tierra para conseguir sus frutos en tiempos sin fertilizantes químicos ni mecanización.
El vino y los dioses
La viña, como símbolo de mediterraneidad, gozo y cultura, se asoció al dios Dionisio entre los griegos y a Baco en tiempos de la imperial Roma, por lo que sus ciudadanos tenían permitido durante esos días en que se celebraban las fiestas en su honor una mayor permisividad moral, abundancia de comida y vino.
Para los cristianos, el vino adquirió, si cabe, un mayor protagonismo, se convirtió en una línea cultural divisoria entre el Islam y la Cristiandad. En nuestra sociedad actual muchas de las fiestas patronales siguen coincidiendo con las fechas de las vendimias, aunque la laicidad haya desdibujado su origen.
¿Qué se comía en vendimia?
Pero, llegados a este punto, lo que nos interesa es saber qué se comía en el campo durante los días en que duraba ese trajín constante de cestos cargados de racimos camino del lagar. Comidas grupales, sobre el terruño, con platos recios como migas o gachas migas, sin más ceremonial que el respeto por el hambre ajeno con la norma no escrita del “cucharón y paso atrás”.
El recetario de platos campesinos derivados de la vendimia es distinto de una comunidad a otra, pero tiene algunos puntos en común en la medida que la base de estos platos están formados por pan duro o harina reconvertidos en migas y gachas con un poco de manteca de cerdo —más habitual que el aceite de oliva—, ingredientes secos imprescindibles como el ajo y la cebolla, la proteína animal conservada en forma de embutidos, tocino o salazones, siempre en una cantidad mínima, a veces hortalizas y algo de fruta como la uva.
En ocasiones, en algunos lugares donde las viñas no estuvieran lejos de la casa del propietario, las mujeres llevaban perolas con cocidos, potajes o berzas para la cuadrilla, pero lo más habitual era improvisar un buen almuerzo, contundente, con lo que se tuviera a mano o fuera susceptible de ser transportado sin echarse a perder (la conservación de la comida fue siempre el elemento determinante en la alimentación de nuestros ancestros).
La tradición en Cataluña
Así, por razones tan pragmáticas como esta, los vendimiadores catalanes de las tierras del Ebro llevaban con ellos una clotxa: un racó de pa o el trozo final de una pieza de pan que hiciera las veces de tupper o contenedor en el que se introducía tomates maduros, ajos y cebollas asadas, más un arenque salado y tieso como una alpargata que se podía suavizar con algo de aceite y acompañándolo de uvas.
También las famosas coques de recapte (recaptar es recoger lo que hubiera por la despensa y aprovechar un trozo de masa de pan para la base) se adornaban con uvas en otoño, en esa mezcla de dulce y salado de antiquísimo origen medieval que ahora reivindicamos como una novedad gastronómica.
Los platos catalanes de fiesta (plats de festa major) solían estar compuestos de grandes rustidos de carne en cazuelas de barro, sobre todo de aves, a ser posible buenos patos y pollos de granja, trozos de cerdo conservados en tupí o manteca de cerdo, algo de ternera, ocasionalmente y de forma escasa, y, cómo no, frutas y especias, ya sean peras, manzanas, higos o uvas.
El majado y la cocina de supervivencia
Con la misma lógica del aprovechamiento y la supervivencia se prepararon muchas de las sopas frías andaluzas y extremeñas como gazpachos, porras, ajos blancos, salmorejos o mazamorras, todas ellas compuestas de pan, almendras, ajos y hortalizas varias dependiendo del lugar, que se dulcificaban con frutas del final del verano como las uvas y los higos.
Preparadas in situ sin necesidad de lumbre en un lebrillo de barro o madera que hacía las veces de mortero gigante, majando poco a poco todo cuanto debía dar de comer y refrescar a los trabajadores, se crearon algunos de los platos que hoy pueblan la gastronomía española.
Son fruto de la necesidad y el ingenio, de la rusticidad imprescindible de un almirez, mortero o molcajete en tierras de México. El arte de majar, machacar, emulsionar o labrar quizás sea una de las técnicas de cocina más antiguas después del asado y el hervido, pues con este sencillo movimiento lento y constante más abundante agua fría se originaron muchas de nuestras delicias.
Castilla la Mancha, Extremadura, Andalucía, Aragón… Toda la Península tiene en su haber algún moje de bacalao, de pimientos, de sardinas, etc. Incluso un moje vendimiador, cómo no, en La Mancha. Una suma de hortalizas, pimentón, comino, bacalao y huevos que lleva el nombre de sus creadores anónimos.
Pero, nos dejamos para el final el postre: los mostillos o arropes, quizás uno de los dulces más antiguos de la historia, cuando el azúcar era escaso o inexistente. Después de reducir y espesar el mosto, aromatizarlo con pieles de cítricos y especias como el anís o la canela, se dejaba atemperar y se comía con picatostes o se enfriaba hasta convertirse en algo parecido al dulce de membrillo o de calabaza. Un ejemplo de creatividad donde las haya que hoy debemos al trabajo de los vendimiadores.