Retumba la Wamba, la gran campana de la catedral de Oviedo, sobre El Antiguo, el casco histórico de la ciudad. Mientras los alumnos de la facultad de psicología corren para no llegar tarde a clase y las persianas de los cafés más coloridos de la capital abren su persiana, el Monasterio de San Pelayo parece observar, mudo, el devenir de los ovetenses. Si sus grandes muros hablasen, tendría que contar historias de desamortizaciones, reconversiones y mucho dulce. Porque las monjas benedictinas de este monasterio, cariñosamente conocidas como "Las Pelayas", son maestras artesanas de algunos de los mejores dulces de la capital del Principado.
Y es que en una vetusta ciudad como Oviedo, no podría faltar una tradición repostera monacal al más puro estilo castellano. Si el salmantino convento de Las Dueñas tiene sus amarguillos, San Pelayo tiene sus pastas de mantequilla. Si las de Tui disfrutan de sus pececillos de almendra, las carbayonas lo hacen con las rosquillas de San Blas. Todo un pecado no disfrutar de tan magnífico manjar. Una tradición de sabor, de azúcar, mantequilla y huevo, no tan conocida como debería.
De desamortizaciones y expropiaciones
Fundado en el siglo XII, el monasterio de Santa María de La Vega es uno de los recursos patrimoniales más desconocidos de Oviedo. Un monasterio que fue hospital para paliar la crisis de cólera y que, por la Ley de Desamortización de Mendizábal de 1837, se vio abocado al derrumbe para levantar la conocida Fábrica de Armas de La Vega, en 1856. Un proyecto que nació de la necesidad de contar con amplios terrenos para la construcción de nueva artillería y que, lejos de la labor social de las benedictinas, levantó un polo industrial único en la ciudad.
Curioso que, a día de hoy, los terrenos de la antigua fábrica, prácticamente abandonados por las Administraciones, conserven el claustro original del monasterio. A la espera de que la especulación no despiece el antiguo espacio fabril, los ovetenses se conforman con saborear uno de los dulces que nacieron de la comunidad de monjas que habitaban estos lares, antes de trasladarse al monasterio de San Pelayo.
Las rosquillas de San Blas
A finales de enero, el horno de "Las Pelayas" está a pleno rendimiento. Tras la campaña navideña, y a pocas semanas de que comience la Cuaresma, las religiosas preparan uno de los dulces bocados más exclusivos de Oviedo: las rosquillas de San Blas, que se comen en honor a este mártir conocido por sus milagros relacionados con temas de salud, especialmente en su día (3 de febrero) y durante estas fechas.
Para adquirirlas se hace como antaño, a través del despacho que las benedictinas tienen en el propio monasterio y que permite que turistas y ovetenses disfruten de esta tradición. "Las Pelayas" también elaboran otros productos artesanales, a base de frutos secos y mantequilla, que se pueden saborear todo el año. Como el surtido, por docenas, de sus pastas de té o las sencillas pastas de mantequilla. Sin artificios, sin ruido y con el cariño y mimo que se lleva desarrollando en este monasterio desde mediados del siglo XIX.
Los periquitos, un dulce medieval
Cuando llega la Navidad y los mercados colman las plazas del centro de Oviedo, estas artesanas preparan otro de los grandes desconocidos de la repostería ovetense: los periquitos. Unos pequeños bocados que se preparan con motivo de las Ferias Mayores del Adviento, es decir, ocho días antes del día de Navidad. Así, desde mediados de diciembre, es posible adquirir una bolsita con estas pequeñas pastas de origen medieval, que simbolizan los primeros dulces que recibe el niño Jesús.
Estos dulces artesanos permiten a las religiosas tener una fuente de ingresos, que se compagina con su labor social y con el servicio de hospedería. En pleno Camino Primitivo hacia Santiago, el peregrino no debe irse de la ciudad sin probar alguna de las exquisitas delicias que "Las Pelayas" ofrecen a pocos metros de la catedral. Bolsitas de historia que cuentan su origen —algo borroso en el tiempo— y demuestran que Oviedo guarda secretos llenos de sabor.
Una pena que una tradición llena de historia, de expropiaciones, cólera y armas, pueda llegar a caer en el olvido más absoluto. Ya lo decía el asturiano Ángel González: “Nada permanece, menos la Historia y la morcilla de mi tierra: las dos se hacen con sangre, se repiten”. Qué curioso.