Venir a Vilalba, la capital de A Terra Chá (Lugo), es venir a conocer una Galicia que se va difuminando, pero que aquí sigue viva. Y venir para la Feira do Capón es, además, asomarse a su historia. Porque aunque el interior gallego fue desde siempre un territorio feirante, un lugar de intercambio, de charla, de encuentros y vinos de Amandi tras los tratos, la de Vilalba, con una historia documentada al menos desde 1840, es una de las pocas ferias históricas de producto que aún se celebran. Casi dos siglos en los que en torno al 21 de diciembre gente de toda Galicia se acerca al pueblo para asomarse a las hileras de puestos en los que se exponen las aves con el orgullo del trabajo realizado en los meses anteriores. Porque el capón de Vilalba es, ante todo, una pieza de artesanía.
Cada una de las aves que se venden ese día es el fruto de meses de trabajo, controlado hoy por técnicos y veterinarios. Se trata de gallos castrados en sus primeras semanas de vida que, tras un tiempo en semi-libertad, se enjaulan y se ceban con amoado, una mezcla de harina de maíz, a veces patata, en ocasiones castaña cocida, durante varios meses. En ese tiempo, el capón “mientras dormita, ahorra mantecas y se apelota” en palabras de Álvaro Cunqueiro.
Pero ¿Qué tiene que ver Cunqueiro en todo esto? Mucho. Y no sólo por ser uno de los grandes escritores gastronómicos de Galicia sino, sobre todo, porque siendo como era natural de la vecina Mondoñedo, frecuentó durante más de seis décadas la feria. Solo o, más frecuentemente, acompañado por personajes como Josep Pla o Jose María Castroviejo, que ayudaron a extender la fama del ave y de su feria más allá de la provincia.
Así lo recordaba Ramón Chao, periodista, padre del músico Manu Chao e hijo de los dueños del alojamiento más importante del pueblo en los años 30. Me lo contó en una ocasión, en casa de mis abuelos, hace ya, tal vez, 25 años. “Cunqueiro, con aquella presencia grande, bonachona, se ganaba a cualquiera. Venía a la feria y se quedaba en casa con Castroviejo, con Celso Emilio (Ferreiro, otro de los grandes poetas del siglo XX gallego). Yo les tocaba el piano y mamá hacía pastelones y guiso con los capones. Y con los menudillos y las crestas preparaba un arroz, que era un plato muy de Vilalba”. Dos décadas más tarde escribía, con algunas variaciones, la misma historia.
Lo que Cunqueiro encontraba entonces era, poco más o menos, lo que se encuentra un visitante que se acerque ahora a la feria. En Vilalba, localidad natal de Manuel Fraga o del cardenal Rouco Varela, entre otros, también la feria se transforma con un espíritu lampedusiano ("cambia todo, pero no cambia nada"). Quizás lo único que haya variado sustancialmente sea la escala. De los cerca de 100 vendedores que había a comienzos de este siglo, hoy llegan al pueblo unos 40.
Por lo demás, todo sigue más o menos como siempre. Porque la feria de Vilalba es mucho más que una feria. Es una actitud, un estado mental. Es una forma de celebrar el invierno. Es llegar a primera hora, con la niebla espesa de la mañana; es arrebujarse en el abrigo, calarse la gorra e ir paseando de puesto en puesto, asistir a los regateos, escuchar, mirar lo que miran los que entienden del producto. Es aprender a valorar la ensulla, la grasa del interior de los capones, que los criadores retiran con cuidado al sacrificarlos y exponen sobre los ejemplares como aval.
Es tomarse un café en algún bar, calentándose las manos con la taza mientras se asiste de refilón a las conversaciones de los compradores expertos que comparan ejemplares, tasan calidades, recuerdan las ferias de hace años y apuestan sobre los resultados del concurso que en cada edición premia a los mejores criadores.
Es darse una vuelta por el pueblo, cruzarse con el pasarrúas —la banda de gaitas que va tocando por las calles— y asomarse a panaderías como La Nueva, casi centenaria, o la de San Roque, que ese día tienen cola frente a la puerta y rebosan de empanadas de carne, de liscos (tajadas de tocino), de zorza (lomo de cerdo adobado) o de bacalao. En la plaza del Coronel Pena hay montados algunos puestos donde se venden chorizos, cacheiras y carnes saladas de la matanza.
La feria no es solo lo que ocurre en la carpa. Somos los que llegamos de aquí "e de acolá", volviendo a Cunqueiro; es la gente que te cruzas en cualquier calle con su pareja de capones en cajas bajo los brazos, los bares atestados, las casas de comidas. Es pasar junto a A Pravia, el árbol que es emblema del pueblo, y parar a comprar licores y quesos de San Simón en Casa Anduriña, como hacíamos, hace ya unos cuantos años, al pasar con mis padres por la vieja carretera de Ribadeo que atravesaba el pueblo. La feria da comienzo a las navidades de la Terra Chá.
La feria es, sobre todo, la garante de un recetario transmitido de generación en generación. De la receta de la señora Remedios “A de Casa Seijo”, de la que aún se habla tres generaciones después, de aquel capón ilustrado que Puga y Parga “Picadillo” rellenaba de ostras o de la receta de los Basanta que mi abuela mencionaba siempre con respeto.
Es la disputa infinita entre quienes, como el gastrónomo Jorge Víctor Sueiro, optan por el capón asado “En horno de panadero, si es posible, donde adquieren un glorioso dorado y se regodean en una piscina de enjundia brotada de sus propias carnes”, quienes lo prefieren guisado o incluso al espeto; entre quienes, comandados por Emilia Pardo Bazán, defienden un relleno con sus menudillos, miga de pan, pasas y piñones y quienes, alineados con Cunqueiro, prefieren manzanas, castañas y cognac, con un chorreón de limón, al final, sobre la piel hirviente.
Asomarse a Vilalba durante la feria es, en cualquier caso, asomarse a siglos de tradición gastronómica, a sus entresijos y a sus rituales; a los encuentros, a las cocinas y a las recetas. A la celebración, a través de la gastronomía, de una forma de entender la vida. //