“La cocina española está llena de ajo y prescripciones religiosas”, decía el escritor gastronómico Julio Camba. Y, la verdad, es que no se equivocaba porque la cocina tradicional se ha regido hasta hace muy poco por el calendario litúrgico de la Iglesia Católica, lo que equivale a decir que los días se dividían en grasos y magros, jornadas de ayuno y de abstinencia compartidas con otras de mayor permisividad.
Esta norma que regía la alimentación de todos los católicos puso en marcha, no solo un recetario de pescado, sino un sistema de aprovisionamiento y conservación del alimento que sustituía a la carne durante el ayuno en tiempos en que no existían las neveras, el ferrocarril y los camiones circulando por las autopistas.
El ayuno y la conservación de los alimentos
En honor a la verdad, hay que indicar que el ayuno como forma de penitencia y purificación no es exclusivo del catolicismo. El pueblo judío contaba con sus tres semanas del Tamuz y el mundo musulmán se rige por el Ramadán. La renuncia a la comida, voluntaria o impuesta, en un mundo en que siempre era escasa, es una prueba de fe para cualquier creyente que de esta manera demuestra su vinculación con una comunidad religiosa y su identidad alimentaria.
El sentido purificador de este acto no es incompatible, sin embargo, con una sutil forma de distribución de la carne, un bien muy preciado, pero insuficiente para abarcar todas las capas de la sociedad. Estamos aún muy lejos de la producción agroindustrial de la carne que es la que ha permitido que todos tengan acceso a esta fuente de proteínas. Esto obligaba a buscar en el pescado y el marisco sustitutos proteicos para acompañar a una base de legumbres, cereal y hortaliza.
Pero el escollo a salvar era, sobre todo, la putrefacción de un alimento altamente perecedero, de ahí que en casi todas las culturas alimentarias el hombre que aún no conocía la lata y la esterilización haya utilizado sistemas de conservación rudimentarios, pero muy eficaces, como el humo, el aire, el sol, la sal, los ácidos —nuestros famosos escabeches, por ejemplo— o los fermentados.
Los arrieros y su vínculo con el recetario tradicional
Por si todo ello no fuera suficiente problema, había que transportarlo desde las costas hacia el interior y las montañas, de manera que sin los famosos arrieros —aquellos transportistas que cargaron en sus mulas, desde el medievo hasta la llegada del ferrocarril, buena parte de nuestra comida— no existirían la mitad de las recetas tradicionales que hoy relacionamos con la Cuaresma y la Semana Santa.
Todo el mapa peninsular es un cruce de caminos de arrieros que desde el Cantábrico llevaban a La Mancha, Aragón, La Rioja y Extremadura el pulpo, el bonito, el atún, el bacalao, el congrio o las sardinas. Y desde Murcia, Cáceres, Andalucía o Ciudad Real se cargaban los mulos con los garbanzos, la sal, el aceite, el pimentón y los ajos que ahora son los tres pilares de una buena allada gallega para el pulpo, un bacalao ajoarriero vasconavarro, unas patatas a la riojana o unas buenas torrijas de Santa Teresa fritas en aceite de Jaén.
Pero los años han ido borrando el porqué de muchas de estas antiquísimas recetas. El contexto sociocultural que daba sentido a una elaboración se ha ido difuminando, resultan extraños los nombres, las combinaciones y los gustos, pero no por ello hemos de arrinconarlas como una muestra de arqueología gastronómica, sino que podemos revivirlas en nuestras cocinas y conseguir comer de una forma sencilla y saludable con platos que os sonarán extraños, pero que son francamente deliciosos.
La cocina del bacalao
El mapa de recetas con bacalao es tan extenso en cualquier punto cardinal contiene elaboraciones sobradamente conocidas como los bacalaos al pil pil o a la vizcaína del País Vasco o las bandejas de bacallà a la llauna barcelonesas que fueron comida de fonda hasta hace muy poco, una sabia combinación de aceite, ajo, pimentón y bacalao hecha en una llauna o bandeja de latón que se ponía al horno y se acompañaba de una buena “mongeta sortint de l’olla” ( judías recién cocidas).
El bacalao, casi como cualquier otra salazón era una comida modesta que podía comprar desde el obrero a la señora burguesa de una ciudad industrial como Badalona, donde se preparaba con un sofrito clásico que se espesaba con pan rallado y unas gotas de Anís del Mono, el emblema de la industrialización badalonesa y el comercio con ultramar a finales del XIX.
En Aragón, el bacalao a la baturra se cocía con patatas y se servía con ajoaceite y unos huevos duros, pero la receta más curiosa es quizás el congrio a la bilbilitana, plato de Calatayud a base de garbanzos y congrio. Salado o fresco, desde los puertos del norte, este enorme pescado se metía en cajas de madera y latón cubierto de hielo y era capaz de aguantar varios días de viaje sin estropearse. Este plato no tiene más secreto que un buen garbanzo castellano, de Fuentesaúco o Pedrosillano, puesto a remojo y guisado al día siguiente con una pizca de hierbabuena y el congrio ya desalado más un majado de piñones y almendras.
En Valladolid, el potaje cuaresmal por excelencia lleva garbanzos, arroz, espinacas y algo de bacalao. En Sevilla se le llama potaje de Vigilia y se come el Viernes Santo, el día más solemne de toda la Semana Santa.
Salazones con patatas
La patata que llegó de América en el siglo XVI no se incorporó a nuestra cocina hasta el XVIII, pero cuando lo hizo, lo hizo a lo grande. Amén de nuestra famosa tortilla, no hay caldereta, guiso o rancho de pescadores que no lleve patatas. En el atascaburras, plato manchego de nombre inolvidable, la patata está cocida y machacada, pasada por un mortero y ligada con aceite y bacalao cocido y desmigado hasta dejarla como un puré o una rústica brandada que solo se acompaña de nueces y huevos duros.
En l’Empordà tienen el plato más “barroco” y extraño que una servidora conozca: Es Niu. Originariamente era plato cuaresmal que preparaban juntos leñadores, pescadores y trabajadores del corcho. Se unía en una misma cazuela bacalao, tripa de bacalao, sepia y patatas, pero acabaron rematándolo con pajaritos y butifarras más una buena picada y un alioli.
Los portugueses tiene verdaderas delicias de bacalao y patatas, como el bacalhau à bras o dourado porque lleva patatas fritas muy finas, cebolla, bacalao en lascas, huevos y aceitunas. Muy cerca de allí, en el monasterio de Alcántara (Cáceres) los monjes preparaban un bacalao a su modo: morro de bacalao y patatas fritas acompañadas de espinacas cocidas y servido con un majado de aceite, ajos y leche. También el congrio a la gallega lleva su buena patata gallega con I.G.P., bien de aceite y pimentón y unos huevos cocidos. Y así, hasta el domingo de Resurrección, día en que aparecerá en la mesa el cordero pascual.