Hay alimentos que, para bien o para mal, quedan atrapados en un determinado tipo de elaboración. La festividad a la que van asociados, la costumbre, el uso social y gastronómico que les damos los encasillan y pierden la versatilidad que de otro modo tendrían en la cocina. Esto es lo que ocurre con el boniato.
Asociados con la fiesta de Todos los Santos y a la imagen de la castañera que los asaba en la calle, los boniatos han perdido su significado original que es el del tubérculo dulce que llegó de América con las mismas funciones que la del resto de tubérculos a los que nos hemos acostumbrado. Pero el boniato puede engrandecer un plato, un postre o una guarnición. Por eso, conocerlos es amarlos.
Origen y variedades de boniato
El boniato o moniato (Ipomoea batatas), también llamado batata, patata douce para los franceses, batata doce en el ámbito lingüístico portugués, camote en México, resulta ser mucho más antiguo de lo que pensábamos pues, según explica Harold McGee en La Cocina y los Alimentos, en la Polinesia ya se comía en tiempos prehistóricos.
Los europeos, sin embargo, tuvimos que esperar a la llegada de Colón a América, concretamente a la península del Yucatán. A partir de ahí, el boniato se dispersó en los barcos europeos hasta llegar a China y Filipinas, y, sobre todo, al nuevo país que habría de dividir el continente americano en dos.
Cuenta McGee que las variedades de boniato o batata son muchas, desde “las secas y feculentas comunes en las regiones tropicales, unas de color claro y otras rojas o moradas por las antocianinas, hasta la versión más dulce y húmeda, de color naranja oscuro por el betacaroteno”.
Todas se endulzan al cocinarlas y se descomponen en maltosa (azúcar), por eso han sido ampliamente utilizadas, sobre todo cuando el azúcar no era un producto habitual en los hogares por su escasez y alto precio, o como sustituto de las harinas de cereal —trigo, maíz, centeno o cebada, especialmente—, las más deseadas, pero también las más difíciles de conseguir durante las contiendas o en tiempos de hambrunas.
Nuestros abuelos, sobre todo aquellos que vivieron la guerra civil española y la durísima década posterior marcada por el racionamiento, probablemente los recordarán en sus mesas. En uno de los manuales más conocidos de la posguerra española, el libro de Luis Fausto, Recetas para después de una guerra, encontramos estas tristísimas recetas de 1939 en las que, a falta de lo elemental, todo se compensaba con nombre rimbombantes que disimularan la pobreza de recursos: boniatos arropados, carne a la puritana, sardinas ilustradas y magdalenas sin harina.
Ideas para cocinar el boniato
Una vez superado el estigma de alimento de contienda y miseria, el boniato es un buen aliado en la despensa otoñal con interesantes virtudes organolépticas. McGee añade en este sentido que “las batatas claras y las rojo-violáceas tienen un delicado aroma a nueces, mientras que las variedades anaranjadas tienen un carácter más fuerte, que recuerda a la calabaza”. Con estos argumentos no es de extrañar su presencia tanto en las cocinas dulces como saladas.
Por otra parte, el Larousse Gastronómico se suma a su utilización culinaria cuando explica que “los boniatos se preparan de múltiples maneras, como las patatas, se cuecen en su piel, en croquetas, en puré, en gratén, en chips, entran igualmente en la composición de pasteles y pastas” y nos recuerda que en ellos tampoco hay desperdicio alguno. “Sus hojas tiernas se preparan como las espinacas. En el extremo Oriente asiático, los extremos de los tallos se consumen como verduras”.
Visto lo visto, no hay más que lanzarse a su exploración en sustitución o fusión con su hermana mayor, la patata. Por ejemplo, en una ensaladilla rusa. Los canarios, gracias a su inmensa variedad de autóctonas y riquísimas papas y batatas, suelen utilizarla en ensaladillas con magníficos resultados, sobre todo cuando las rematan con algunos langostinos. El contraste es fantástico.
Los bizcochos y las magdalenas suelen ganar en textura con algo de boniato lo que, a su vez, evita un plus innecesario de azúcar refinado. También es espectacular unido a un puré clásico de patatas y queso con el que podemos formar pequeñas bolitas que luego se fríen rebozados con pan rallado y huevo en aceite bien caliente hasta quedar crujientes.
Como guarnición es excelente cuando las carnes que hemos preparado van acompañadas de salsas densas de verduras, vinos y especias. Unas carrilleras de cerdo guisadas al vino tinto pueden ser muy interesantes con un puré de boniatos o unos simples gajos, fritos o asados.
Especialmente rico resulta con el cochinillo asado que pronto llegará a las mesas navideñas. Si lo compra listo para calentar en casa, puede quedar muy bien acompañándolo de guarniciones que contrasten con la grasa del cochinillo, como unas buenas judías verdes cocidas al dente (a la inglesa), unas alcachofas y un puré de boniatos servido con manga pastelera.
Pero si lo que quieres es, simplemente, empezar a explorar nuevos gustos, te propongo unos “Gajos de boniato y patata aderezados con sal, tomillo, pimentón y parmesano” asados al horno hasta que queden bien crujientes.
Cómo preparar gajos de boniato y patata (con sal, tomillo, pimentón y parmesano)
- Precalienta el horno a 180ºC
- Corta los boniatos y las patatas en gajos regulares
- Extiéndelos sobre una bandeja de horno con papel sulfurizado
- Espolvoréalos con sal, pimentón dulce y picante, tomillo (o romero), parmesano rallado y aceite de oliva
- Introduce la bandeja al horno y espera alrededor de 30 minutos hasta que estén listos
- Sírvelos como aperitivo o guarnición de cualquier carne