Qué mejor ejemplo que el de las flores comestibles para apuntalar con un granito de arena todo lo que se está debatiendo en la Cumbre del Cambio Climático de Madrid estos días. Laura López Terrón (Mi Jardín se Come) nos acerca, una semana más, a estas joyas que también posibilitan otras dimensiones aromáticas y gustativas a los platos.
Si la semana pasada nos ocupábamos de los Cosmos o girasol morado, esta semana trataremos de entrar en detalles sobre una flor más que conocida por todos como es el Girasol (helianthus annuus) nombre de origen griego que hace referencia a la flor que sigue el sol.
Inevitablemente uno recuerda al heliotropismo, aquel palabrejo que aprendimos cuando eramos niños que indicaba como la planta se giraba buscando el sol. Sin entrar en más detalles, nos ocupamos de encontrar nuevas posibilidades culinarias de esta maravillosa flor. Hoy no les vamos hablar ni de las pipas de girasol o del aceite de girasol con el que cocinamos, de eso ya se habla en otros espacios, sigamos pues, en su historia y las múltiples posibilidades que nos ofrecen sus flores.
Emplazamos sus orígenes en América, donde los indígenas ya utilizaban las raíces contra las picaduras de serpiente; las semillas para bajar la fiebre y sus tallos para tratar la tos, como cicatrizante, como estimulante del apetito y como antiinflamatorio.
A Europa llegó como muchas otras para ser utilizada como planta ornamental y no fue hasta el S XVI y XVII que su cultivo se mejoró y extendió por Centro Europa y Rusia. Las mejora genética ha llevado a que esta planta se haya convertido en un cultivo básico no sólo para la producción de aceite de girasol, pero también de los derivados que se utilizan para alimentar el ganado o para los “biocombustibles”.
Nuestra propuesta culinaria de hoy va por repensar sus usos. Aprovechando especialmente aquellas variedades que se han destinado a un fin más ornamental, por dar numerosas coloridas flores de semillas mucho más pequeñas.
Si vamos a descubrir posibilidades, los capullos florales antes de que se abra la propia flor, son comestibles, en este punto, los capullos florales los podemos cocinar como otra verdura, por ejemplo, como las alcachofas. En este momento entramos en un juego de sabores intensos y texturas que sorprenderán con seguridad. Tan simple como hervir, escurrir, un chorrito de sal, vinagre y aceite para degustar.
Si observamos la flor ya abierta en detalle, aquello que vemos en el centro son cientos de pequeñas flores agrupadas con una armoniosa disposición geométrica, rodeadas todas ellas de una línea de “falsos pétalos” que van del típico amarillo a colores más sorprendentes como puede ser el rojo o incluso el negro. El sabor de estos últimos nos va llevar directamente al gusto del aceite de girasol virgen, fresco, intenso, con un fuerte carácter y con pinceladas acidulentas que al masticar su textura crujiente nos deja un remanescente amargor en boca.
Pero no podemos olvidarnos de las minúsculas flores que están en el centro de la flor y que esperan a que las abejas las polinicen. En ellas encontramos la misma intensidad de los pétalos pero con ese dulzor que caracteriza a las melazas y que las flores regalan a las abejas como pago al trabajo de polinización realizado. Su color negro con matices amarillos se puede fácilmente retirar con la mano y espolvorear como aceite que en lugar de líquido se presenta como sólido.
La belleza de esta planta en floración es tal, que estimula el pensamiento positivo. Pararse a observar las plantas, es ver las flores bailar, no es el viento quien las mueve sino que entre ellas se comunican y juegan. Estética, sabores intensos, propiedades medicinales, inteligencia vegetal… una semana más, flores para qué os quiero! Y ¿cómo no os voy a querer?