El verano ya casi está aquí y es tiempo de caballas, sardinas, jureles, sardos, boquerones, salmonetes, bonitos, melvas o atunes. Es tiempo de pescado azul. En las lonjas de nuestro territorio es donde se mueve el mejor pescado, fresco y de proximidad, que luego llegará a nuestros mercados y pescaderías más cercanos. Pero antes de proceder a la compra, y aunque nos dejemos guiar por el buen criterio de nuestro pescadero/a de confianza, por qué no aprender sus características, saber distinguirlos y cocinarlos de diversas maneras para no quedarnos sin la tan necesaria dosis veraniega de Omega3.
Pescado azul, un poco de historia
El pescado azul, al igual que casi todas las salazones, se asociaron hasta hace bien poco a las clases bajas, a la pobreza, condumio de aquellos que solo alcanzaban a un pedazo de congrio seco y duro como una corona de espinas, una clotxa amb arengada para vendimiar de sol a sol o una friturita de caballa en adobo, al modo gaditano.
Luego llegó la postguerra, la hambruna del 39 al 52, los años en que la mayoría de los españoles, cartilla de racionamiento en mano, soñábamos con echar mano de un trozo de pan —raramente blanco— y unas sardinas. De ellas, sobre todo, habló el escritor alicantino José Guardiola Ortiz, en su Cuaderno I de Platos de Guerra: La sardina 60 recetas prácticas, acomodadas a las circunstancias para su conservación y condimento.
De sardinas y guardia civiles (sardinas de bota) aplastados contra el quicio de una puerta envueltos en papel de periódico se alimentaron nuestros abuelos en el mejor de los casos. Por eso, cuando las generaciones posteriores, con menos estrecheces alimenticias, abandonaron el pescado azul y se atiborraron de merluzas, lenguados, rapes, besugos, lubinas y otros filetes de pescado que el maître servía y desespinaba ante el comensal con todo el boato, abandonando con ello la cocina de temporada, sencilla, mediterránea, sabrosa y azul.
Cómo reconocer un buen pescado azul
La mirada del pescado, que tiene una cola partida en forma de flecha, lo dice todo. Es grasiento, porque en verano la marea trae mucha comida, enormes cantidades de plancton para que los bancos de sardinas, caballas, melvas, boquerones, jureles, palometas o japutas se pongan grasientas y gordas, que no fofas. Han de estar “de buen ver”, nunca fondonas ni tristes.
Los boquerones, el más delicado de los pescados azules, han de lucir la piel tersa, sin roturas, con brillos en lomos, vetas azules, irisadas, casi negras... menos los salmonetes de roca que cuando salen del agua tienen ese color rosadito y ese perfume intenso a atracón de cangrejillos de roca.
La carne del pescado azul tiene, pues, tonalidades de los más variadas, entre el rojo intenso del atún de almadraba, la melva canutera y negruzca, el sonrosado bonito del Norte, el blanco marmóreo del emperador. Pero todos tienen en común una cosa: no es pescado para melindrosos, saben a mar, y requieren de una cocción corta, porque de lo contrario se secan.
También suelen tener bastantes espinas, como las caballas, la sardina o las melvas. Qué le vamos a hacer, no es una barrita de Pescanova. El pescado azul viene con sus espinas, cabeza, colas, higaditos, huevas... Y todo eso es lo que le da sabor. Hay que saber disfrutarlo de principio a fin, sobre todo el pescado más pequeño, como los boquerones (la espina del boquerón tiene mucho calcio), las sardinillas o salmonetes.
Cómo cocinar el pescado azul
Hace ya algunas décadas, el pescado azul se cocinaba en una protobarbacoa hecha a base de fogón de butano y parrilla grasienta que alguien colocaba en la azotea, en cazuelas, con arroz, con patatas, con fideos, hierbabuena y azafrán, encebollados, en vinagre, como los boquerones de los bares de pueblo, en escabeche, en fritura, previa inmersión en adobo gaditano de ajos picados, pimentón, orégano y vinagre de Jerez... y en empanada —¡oh!, las empanadas de sardinillas, las que los gallegos llaman xoubas—.
Si no estás muy ducho en la maravillosa cocina del pescado azul, eres de los que un sorropotún cántabro le suena a danza folklórica, pregunta a tu pescadera, que está ahí para eso: sonsácale recetas (a mi me contaron la receta del fricandó de atún), dile que te filetee, te corte, desescame y desespine lo que haga falta.
Igual que con el salmón, puedes pedir un lomo de atún o bonito sin piel y dejarlo en trozos para un marmitako, un bonito encebollado o en tomate, un tartar o una simple parrillada de cualquier pescado acompañada de verduras y una buena vinagreta para que le de un toque especial.
¿Las sardinas dejan olor “a sardina” en casa? ¡Vaya por Dios! Pues ponlas en el horno con bastante hinojo o al modo griego, con limón, sal, aceite y orégano, dale caña durante 8 o 10 minutos a 200 grados y ¡listo!. Lo mismo vale para salmonetes o caballas pequeñas.
Y hay que comer el pescado azul como un gato: relamiéndose los bigotes, rebañando los escondrijos como si te los fueran a robar, cogiéndolo con los dedos por la cabeza y la cola, y resoplando. Porque, recién frito o asado, un buen pescaíto azul sobre una rebanada de pan que se empapa de su grasa es un menjar sin rival solo comparable al primer tomate comido a bocados a pie de huerta.
Si te gusta la plancha, malgré tout, ¿has probado el sardo, la caballa en piriñaca? Pues se trata de hacer un picadilllo de cebolla, tomate, pimiento, aceite y vinagre de Jerez, poner encima la caballa en filete una vez hecha con aceite de oliva y sal y comerla atemperada. Después de un día de playa lo vas agradecer. Solo te quedará coger la bicicleta silbando Verano Azul.