La Fiesta de la Vendimia de Toro (Zamora, Castilla y León), que se celebra esta semana, es el colofón final a una ventura de mes donde el ruido de las trituradoras, cubas y embotelladoras perturban la calma que se vive entre barricas a diario. Estas, principalmente de roble francés —con sus característicos poros diminutos—, esperan a la nueva cosecha con unos vinos que, aseguran, no se verán afectados por la extrema sequía que han vivido las tierras de Zamora este verano.
Bodegas de nueva creación, auténticos buques insignia de la Denominación de Origen Vino de Toro, pequeños proyectos jóvenes que maduran al sol castellano y un sinfín de posibilidades en una zona que ha sabido reinventarse y que demuestran que los vinos de Toro ya no se cortan con cuchillo.
Un terroir único
Una de las características de los vinos que nacen en Toro es que cuentan con más de mil horas de sol respecto al norte de España u otros territorios vinícolas. Así, la escasez de lluvia y el estrés hídrico de las uvas hace que su maduración sea rica en azúcares y, por tanto, con una graduación alcohólica elevada. Aunque su suelo podría ser considerado un desastre, la mezcla de arcilla, arena y canto rodado hace que sea idónea para mantener el poco agua que hidrata los viñedos zamoranos.
En esta zona de contrastes, si uno alza la vista desde el mirador del Duero, con la imponente colegiata a nuestras espaldas, esperaría ver una imagen bucólica de viñas y bodegas. En cambio, la serpiente que dibuja el cauce apenas permite vislumbrar viñedos en sus orillas. Es tan poca el agua que cae en estos lares que las tierras fértiles se dejaban para agricultura, haciendo que las vides que retirasen a zonas alejadas de los núcleos y arroyos.
Cuando comienzó el declive del vino toresano, las vides se abandonaron sin ser arrancadas. Esta serendipia hizo que, hoy en día, los viñedos hagan de la región de Toro una de las comarcas con mayor concentración de vides pre-filoxérica centenarias del mundo.
Fariña, la visión renovadora
Existe una familia cuyas aportaciones fueron relevantes, los Fariña, cuyas bodegas se encuentran a las afueras de la ciudad. Manuel Fariña fue impulsor de un movimiento que tenía como objetivo recuperar el vino de Toro y, por ende, dar la posición que se merecía a su característica tinta de Toro.
De vinos que se adulteraban con vino blanco o agua en las tabernas del norte, él pasó a introducir las últimas novedades en la gestión vitícola que había aprendido durante su estancia en Requena (Valencia). Una de las primeras características que modernizaron la producción fue abandonar los toscos depósitos de hormigón o cemento, por nuevas cubas de acero inoxidable.
Antes de su visión renovada, la vendimia toresana comenzaba el Día del Pilar. Fariña entendía que una pronta cosecha supondría una menor maduración de la uva y, por lo tanto, una concentración en azúcares inferior. Esa rebaja sustancial en glúcidos permitiría una fermentación alcohólica inferior, pudiendo competir con otros vinos de características similares. ¿La clave? Apenas adelantar la recolección tres semanas.
Bigardo, la nueva generación
Su estela la siguen ahora profesionales como los hermanos Calvo, que han decidido abandonar el sueño de la gran ciudad por recuperar la tradición de las bodegas en Toro. Si bien sus vidas no se habían ligado a los viñedos hasta ahora, su proyecto Bodegas Bigardo es savia nueva en una comarca que resurge de sus cenizas y que, como el buen vino —valga la redundancia—, se saborea con el paso del tiempo.
Noelia Calvo y su hermano Kiko comenzaron una aventura empresarial ligada al mundo de los caldos en su pequeña tienda-bodega La morada del vino, una antigua cuadra junto al Alcázar. Él estuvo en Australia y Argentina y ese conocimiento adquirido lo utilizó, al volver a casa en 2016, para elaborar el vino Bigardo. Ahora son cerca de ocho mil las botellas que producen al sur del Duero toresano.
"Si le das nuestro Bigardo a un toresano de toda la vida te dirá que somos unos flojos. Pero el vino te gusta o no te gusta”, sentencia Noelia. Y es que su vino, que se asemeja a un garage wine, es joven y atrae por su acidez. Fácil y fresco, llama la atención a los millenials por la instantaneidad de ese toque ácido, pero también por sus etiquetas de peinetas o cuernos —que nada tienen que ver con la historia o el nombre de la ciudad—, que muestran la imagen fresca y rebelde que quiere transmitir esta joven pareja.