Los refranes reflejan la cotidianeidad en forma de concentrado de sabiduría popular. Quién no ha oído decir aquello de “De higos a brevas”, o que alguien “Se acaba de caer de la higuera”. Pues bien, eso significa que el sujeto en cuestión tiene como medida de tiempo un espacio de tres meses, de junio a agosto, y que se acaba de percatar, tras un buen batacazo, de alguna obviedad.
Por ejemplo, que las higueras son árboles tan mediterráneos como el olivo y el almendro que nunca faltaban en las huertas aportando una buena sombra bajo su frondosa copa y dulces frutos, que, además, de frescos, se podían consumir secos todo el año. Una virtud básica para cualquier alimento en tiempos sin refrigeración donde lo importante es que la comida pueda conservarse durante largo tiempo.
Esenciales en la pastelería de antaño
De hecho, si buscamos entre los postres más antiguos no encontraremos apenas azúcar, escaso y caro hasta que la industria empezó a elaborarlo en 1803 a partir de la remolacha azucarera. Mientras tanto, los sabores dulces, tan deseados como energéticos, provenían de la miel, de la savia de algunos árboles como el arce o la palma, y de frutas mediterráneas como el dátil, la uva, las granadas o los higos.
Mezclando todo ello con frutos secos tenemos el combinado perfecto de la dulcería de antaño. Para aquellos que no lo recuerden, el pan de higos era muy común en las navidades del siglo XX, un sustituto del turrón bastante más económico.
¿Con qué alimentos combinan?
Las brevas y los higos, frutos del mismo árbol en diferentes momentos de la estación, son, pues, los indicadores del inicio y el fin del verano, por lo que es interesante saber cómo aprovecharlos —son frágiles y se estropean con facilidad— y qué combinaciones permiten estas golosas frutas.
De entrada, lo mejor es comérselos bajo una higuera, al lado de un botijo con agua fresca del pozo, apartando a las avispas que se pelean por el mejor ejemplar. Imagen idílica donde las haya que me acaba de recordar a los higos de la variedad coll de dama, los más habituales en Cataluña y las Baleares.
Precisamente, Georges Sand, en su amarga obra Un invierno en Mallorca, cuenta cómo le repugnaba ver a los cerdos negros mallorquines moverse libremente por los alrededores de la Cartuja de Valldemosa atiborrándose de higos, además de cuánto echaba de menos la leche de vaca.
Y es que, en el siglo XIX, la leche no era en España un alimento frecuente, pero sí los quesos, sobre todo de cabra, por lo que ya tenemos la primera combinación ganadora: higos y queso. En ensaladas, en pequeñas tartas saladas, en vol au vents rellenos de una mezcla de jamón y queso crema, en bizcochos de yogurt y nueces, los quesos, desde los más tiernos tipo mató, cottage o los azules, combinan muy bien con higos que podemos poner en crudo o pasados ligeramente por una plancha.
Un contraste dulce y salado
Todo lo que aporte un contrapunto salado le queda perfecto a esta dulce fruta. Por ejemplo, una de las mejores ensaimadas mallorquinas es, para mí gusto, la que mezcla en su interior la sobrasada y los higos tal y como la preparan en Pastelería Pomar. Un ejemplo de cómo aportar valor a los productos autóctonos sin perder un ápice de esa idiosincrasia gastronómica tradicional que amalgama dulce y salado en un mismo bocado, como en la cocina del Medievo.
En este sentido hay multitud de platos seculares que combinan los higos con la carne de cerdo o de ave, sobre todo de pato. En Catalunya, solía ser habitual intercambiar las peras, cuando no había disponibilidad, por los higos para unir a un ànec mut rustit.
En Francia, ya que hablamos de patos, no olvidemos una combinación elegantísima para una cena especial que es el micuit avec des figues. La grasa, ya sea procedente de hígado de aves, de embutidos como la sobrasada, del jamón serrano, o de la leche de los quesos que citábamos anteriormente, agradece un punto de dulzor no excesivo.
A nosotros nos encanta para estas ocasiones preparar un sencillo tartar con una buena longaniza al que añadimos tomate concassé (sin piel ni pepitas y cortado muy pequeño), piñones tostados ligeramente y una breva pasada por la sartén con una gota de aceite que corone el plato. Es una opción sencilla para preparar en cenas de verano.
¿Qué hacemos con los entrantes? Pues, propongamos varias opciones. La primera es la más sencilla: berros o canónigos, nueces, higos y burrata. En cinco minutos está lista. La segunda es más atrevida: ponemos endivias rojas en el fondo del plato, abrimos los higos para poner en cada uno un poco de pesto rojo y queso cotagge, espolvoreamos con algunas avellanas tostadas, albahaca fresca y aceite de oliva virgen extra. Et voilà!
Pero también nos gusta recordar la cocina tradicional popular en tanto en cuanto nos muestra los recursos de supervivencia y el ingenio para comer muy bien con muy poco. En los gazpachos y las migas, por ejemplo, no siempre hubo taquitos de jamón y embutidos, sino frutas. Ya sean uvas, melón o higos, en estos platos de labradores, jornaleros o pastores la fruta no podía faltar.
Se preparaba en el campo, con un lebrillo de barro y un caldero, esa comida que en invierno eran las migas para aprovechar el pan duro y, en verano, las sopas frías por la misma razón. Una base muy simple de hortalizas, agua, pan, aceite, vinagre y la fruta de la temporada que se tuviera a mano: gazpacho con higos. Nihil novum sub sole.