Las máscaras blancas de mejillas sonrojadas y trajes de vivos colores inundan las ciudades y aldeas gallegas. El Entroido, el carnaval de Galicia, está en pleno esplendor. La tradicional fiesta pagana adquiere una dimensión que va más allá de los festejos, dejando un legado cultural, patrimonial y gastronómico único. Entre los bocados más folclóricos que se degustan en las calles, con permiso de las orejas y de las rosquillas, no faltan las filloas, toda una referencia de un Carnaval de nieblas, humedad, sorna gallega y máscaras de sonrisa burlona, que estos días se comen con apenas un acompañamiento de azúcar o miel.
Una tradición de origen incierto
Al igual que el Entroido, las filloas parecen tener un origen pagano. Su similitud con las crepes francesas, típicas de La Bretaña, rememora ese frente común que es la cocina del arco Atlántico y donde la dieta del mismo nombre prevalecía sobre estas muy conocidas en nuestro país.
Hay quien dice que, en realidad, radican su origen en la Antigua Roma. La harina con la que se preparaban en aquella época, conocida phyllon, guarda cierta similitud con su actual nombre, filloa. Cabe destacar que phyllon es, en realidad, "lámina" en griego por lo que podemos estar hablando de una elaboración pre-cristiana que llegó a ser consumida por toda Europa.
Un dulce… ¿salado?
Los tambores resuenan al cielo en la plaza del pueblo en Carnaval y, en el escaparate de la panadería, una enorme pila de filloas recién hechas espera a que sean disfrutadas por grandes y pequeños, porque son un bocado que parece adherido a la tradición gallega, sin fisuras. Pero quienes no hayan tenido el placer de probarlas aún, descubrirán que la filloa no es para nada una crepe.
Cada maestro tiene su librillo y hay casi tantas filloas, dulces y saladas, como manos que las elaboran. El amoado —la mezcla base— se prepara a partir de leche, harina y huevos, a los que también se puede añadir caldo e, incluso, sangre. Porque el Entroido es también época de matanza. Una muerte al gorrino que se da en todo el norte de España y que permite que durante estos días los carnes del cerdo, y su sangre, se disfruten de mil y un formas.
Más allá de las morcillas, ¿quién se atreve a probar una filloa elaborada a partir de sangre? Si bien es cierto que su intenso sabor hace que no sea de las más aceptadas, es toda una tradición que reivindica el origen del plato. Nada más pagano que derramar la sangre del cerdo.
De fuego y finura
La cultura gastronómica del norte de España se lee en clave femenina, desde guisanderas de impoluta chaquetilla blanca hasta cocineras de mandil vichy de la plaza de abastos. La democratización de la cocina gallega, asturiana o vasca se entiende por mujeres como Emilia Pardo Bazán, entre otras, que ya en su obra La cocina española antigua (La Umbría y la Solana Editorial) hacía un repaso al recetario popular gallego, y no faltaban las filloas.
Su elaboración es todo un ritual de fuego, ya que se utilizan las lumbres bajas conocidas como landeiras, y también la sartén o las conocidas filloeiras de hierro. No faltan tampoco los productos de mercado, de kilómetro cero. En una época en la que la harina era todo un bien preciado, preparar filloas era motivo de júbilo. Y aunque sus ingredientes hoy en día son fáciles de encontrar, lo más difícil es que el amoado consiga el punto correcto para elaborar estas finísimas láminas, cada vez más presentes en los restaurantes gallegos durante todo el año.
Lejos de los frixuelos asturianos, donde más es más y se requiere un grosor que aguante contundentes rellenos, las filloas adquieren un tamaño y una finura que bien podría compararse con lo traslúcido de alguno de los trajes de vivos colores que agitan la plaza del pueblo. En la panadería, la pila ya se ha terminado.