Cambados es conocida por ser la capital del albariño gallego. La Denominación de Origen comparte espacio con la Ruta do Viño Rías Baixas, permitiendo explorar la comarca más allá de sus bodegas. Uno de los planes que se pueden hacer en la zona es visitar una cetárea, un vivero donde crecen crustáceos y mariscos que después se destinarán al consumo.
En el trajín diario por la campaña de Navidad, Hule y Mantel charla con Laureano Oubiña, gerente de Mariscos Laureano, en pleno corazón del valle de O Salnés. Sobre inflación, la contención en precios o la pesca furtiva reflexiona este hombre de mar cuyas palabras resuenan en el Atlántico y sus productos nos llevan a los parajes de la ría de Arousa.
Garantizar la calidad
Laureano, cuya empresa fue fundada en 1938 por su padre, sabe bien cómo son los tiempos en las Rías Baixas. Con esa tranquilidad tan gallega y ese sentidiño único que se palpa en el ambiente de los lares, Oubiña tiene claro que las grandes campañas se consiguen con el trabajo bien hecho. Un trabajo que es sinónimo de unos estrictos controles sanitarios propios y también por parte de la Xunta de Galicia.
Cada semana, se realizan dos análisis en esta cetárea de Cambados. Con tres muestras tomadas a diferentes niveles de las bateas, que son paisaje endémico de la ría de Arousa, los técnicos determinan que el marisco se encuentra en perfecto estado tras dos negativos consecutivos, transcurridas cuarenta y ocho horas. Este ritual, además, se práctica dos veces por semana de manera aleatoria.
“Cuando un lote tiene alguna impureza en Francia automáticamente la Xunta culpa al más pequeño, al mariscador que sabe perfectamente dónde ha recogido el material”, confiesa. Una sensación de desamparo que contrasta con el propio interés por ofrecer un marisco de altísima calidad, referencia en el mercado y que es bien recibido en mercados como el italiano, holandés o el propio francés.
La demanda de mejillón gallego
Paraíso del gastrónomo, las piscinas salinas de Laureano Mariscos son un vergel entre escupiñas, bogavantes o berberechos. El mejillón gallego, emblema de la zona y que se marida con los fantásticos albariños Denominación de Origen Rías Baixas, cotiza al alza durante la temporada de Navidad.
No obstante, Laureano se muestra franco sobre la demanda que tiene este producto, uno de los más rentables para su empresa. “Antes parecía que los grandes pedidos se concentraban en las Navidades, cuando las familias se reunían. De esto hace quince o veinte años, hoy la demanda es más estable a lo largo del año”.
Una demanda que bebe del Atlántico y sus azotes. “Para nosotros es mucho mejor así, porque una borrasca puede arruinar toda la campaña en cuestión de días”. Y es que este mar azul eléctrico mantiene —como casi todos los mares— una relación de amor y odio con quienes lo exploran. Las bateas que se ven desde la propia cetárea son a veces perdición para los propios mariscadores. Y no solo por la mala mar, los furtivos son otro de los factores a tener en cuenta.
La batea, fuente de riqueza
A nadie se le escapa que cada batea es un vergel de dinero. Como el agricultor cuida de su invernadero o el ganadero de su rebaño, los mariscadores saben que esas enormes estructuras que viven en el corazón de las Rías Baixas son sustento de muchas familias.
En cifras, cada batea alberga quinientas cuerdas que soportan hasta doscientos cincuenta kilos de marisco —mejillones u ostras— en sus doce metros de largo. Al caer la noche, es probable que algún furtivo quiera conseguir su propia mesa navideña al mejor precio. “Hoy en día el furtivismo está muy controlado. Es muy habitual que se usen drones entre las bateas para poder tener imágenes de los robos”, declara Oubiña. No obstante, diferencia entre aquellos furtivos de épocas blancas que, a punta de pistola, se hacían con el botín gallego o aquellos que, aún hoy, encuentra en el bar de pueblo y perdona entre albariños. “Son pícaros, pero no son mala gente. No hacen daño a nadie”, declara entre risas.
La ostra, reina de la Navidad
A pesar de que el mejillón es uno de los productos más consumidos en el mercado nacional —su producción de más de un millón de kilos al año lo demuestra—, Laureano destaca la gran exportación que se logra al mercado francés, principalmente, con el sabor de la Navidad: la ostra de Rías Baixas.
Sabedores del buen producto, las piezas se transportan manteniendo las más altas propiedades organolépticas en camiones en frío. Los franceses las prefieren pequeñas, a diferencia de sus vecinos italianos. El consumo en el Mediterráneo se ha disparado en los últimos años, motivado por la gran demanda europea.
Una ostra que, a diferencia de la gala, crece mucho más rápido por las temperaturas que se alcanzan en el corazón de las Rías Baixas. Asimismo, es habitual que el comienzo del cultivo comience en territorio español y culmine, tras aproximadamente mes y medio, en las frías aguas del Atlántico francés. Durante este período, la ostra sufre una remineralización de su concha que permite recuperar la concentración adecuada de calcio. Esto evita que, al abrirse, las paredes se resquebrajen.
Adaptarse al momento
Interesante el mercado catalán, gran consumidor de las escupiñas. Unos bivalvos que pueden recordarnos a los berberechos y que son tradición en paellas o a la plancha. Un consumo que se redujo durante la pandemia pero que logró continuar con unas buenas cuotas del mercado después, superando el 70% de la facturación pre-pandemia.
“Las que hicieron el año fueron las pescaderías”, declara. “Han sabido reinventarse gracias al servicio a domicilio”. Acompañados de unos precios acordes a una demanda algo más baja de lo habitual, Laureano se muestra muy agradecido con sus propios vecinos ya que fueron ellos mismos los primeros interesados en que las campañas continuasen el transcurso natural, a pesar de todo.
Así se vive en la cetárea, una vida de salitre, de cafés a media mañana para soportar el frío, también en clave femenina. Las mariscadoras mueven con gracia las cuerdas que llegan con las últimas ostras de la temporada. Charlando sobre lo cotidiano, sus manos juegan malabares entre las ostras que pronto irán para las mejores mesas francesas. Los percebes, otro de los grandes clásicos por estas fechas, son pequeñas joyas gastronómicas que se mantienen en cámara cinco días como máximo y que necesitan de un mimo que solo en Galicia saben dar. Un mundo con olor a mar que demuestra el carácter endémico del pueblo gallego.