Llegamos a la finca en una tarde de verano, rascando los bajos de nuestro coche de ciudad en las curvas del camino. Son las cinco y pega un solazo vertical, hace calor y oímos los cencerros cantando desde la espesura enmarañada del sotobosque. En un par de minutos aparecerá un grupo de cabras blancas, de porte elegante, esbeltas a su manera. De patas largas y andar alegre, saltarín y despreocupado.
Son cabras montaraces, se pasan la jornada triscando entre laderas empinadas llenas de matojos tiesos y zarzales. En este rebaño hay castrones, machos castrados desde pequeños, una rareza puesto que normalmente los machos son sacrificados como cabritillos lechales. Pero ahí están estos, engordando, felices e integrados en el rebaño, a base de matorral salvaje y cereales.
Los que vivimos en ciudad tendemos a ver el campo desde un cierto romanticismo. Es un error, claro. Pero cuesta evitarlo. Cuando visité a Sergi Arimany e Imma Puigcorbé en su granja de Begudà (La Garrotxa, Girona) tuve que luchar para no dejarme llevar por el espíritu naif.
Esta pareja vive y trabaja en un rincón bellísimo, cultivan su propio cereal y tienen dos rebaños: uno de 15 vacas y el otro de 30 cabras. La suya es una aventura constante, curran como cosacos porque el rural es así de exigente. Cuando les pregunto… ¿currar en el campo, compensa? “Hay días que sí, y hay días que no”. Que no viven en una postal, me queda claro.
¿Qué es el castrón (o 'crestó') de cabra?
El castrón es un macho de cabra, castrado casi al nacer, que se cría con finalidad carnívora. En los rebaños actuales, excepto el semental y las crías, todo lo demás son cabras con finalidad reproductiva o lechera.
“El crestó —en catalán— es una posibilidad más para sacar rendimiento a nuestro trabajo, un producto más que facilita que nos conozcan. Hay buscarse la vida, todos los caminos para intentar sobrevivir y aguantar. Por eso lo hemos introducido, recuperado”, dicen.
Anticipaba menciones a la tradición, el recuerdo y otras razones culturales o emocionales, pero me pilla a contrapié mental la tranquila sinceridad sin romanticismo impostado. Son aventureros, sí, pero son aventureros pragmáticos. El urbanita se la ha llevado fina. La primera en la cara, con justicia.
Durante siglos, cuando la pasión por las costillitas de cabrito era un lujo inasumible para casi todos, los machos de cabra eran a menudo castrados y soltados en el monte para que vivieran durante unos tres años, a su aire. Este es el tiempo que necesitan para alcanzar el punto óptimo de peso. Llegado el momento, se subía al monte, se les buscaba y, finalmente, sacrificaba.
Pero Sergi e Imma los crían integrados en el rebaño: “Se complementan con las cabras si lo haces con cabeza y seny. Puedes criarlos juntos, no se influyen negativamente. Pero desde luego suponen una inversión en tiempo y alimentación”. Esta parece ser una de las causas de su casi desaparición, puesto que alcanzan un tamaño mayor que la cabra.
“Antiguamente el crestó no suponía ningún gasto, porque eran animales que se dejaban sueltos en la montaña, pero nosotros los tenemos en el rebaño. Para el animal esta es una mejora porque lo ves cada día, lo controlas, ves que está sano e intervienes si tiene algún problema. Vive feliz e integrado. Y además, al comer un poco de pienso y de grano, al no estar suelto en la montaña durante años, su carne es más tierna y el producto final de más calidad”.
La particularidad de criar cabras de raza catalana
La comarca de La Garrotxa es un territorio singular, fértil debido a que en sus suelos oscuros se encuentra mucha cantidad de lava. Antiguos volcanes salpican el paisaje y en esta fertilidad se cultiva con éxito mucho pasto y cereal, se maneja bien todo tipo de ganado, pero las cabras, para ser felices, necesitan un entorno particular.
“La cabra es distinta a la vaca o la oveja, que son animales más pausados y en cierta manera, conformistas. La cabra es curiosa, tiende a saltarse los límites, a investigar. Son exigentes en el manejo y además les gusta el paisaje escarpado. Las nuestras son cabras de raza catalana, que estuvo a punto de desaparecer”, cuentan.
Son cabras muy aptas para rebaños de carne. Por eso casi se perdieron, porque se mezclaban con otras razas que dan más leche y hoy en día apenas hay rebaños puros de esta raza. ”Pero nosotros, buscando y preguntando para formar nuestro rebaño, nos encontramos algunas de las pocas que quedan, y como van perfectas para lo que queremos, las escogimos como raza. No es que las estuviéramos buscando desde el principio”.
Cómo se cocina el castrón en el restaurante Quinze Ous
Había que probar el resultado de estas cuitas y esfuerzos y el cocinero Ferran Pont del restaurante Quinze Ous (Les Preses, Girona) es otra de las personas que se embarcaron con entusiasmo en este proyecto.Es un cocinero de cocina sabrosa y audaz: “Cuando Imma y Sergi me propusieron si querría cocinar con los crestons que iban a críar, les dije que sí inmediatamente. No solo porque ya nos suministran cabrito de gran calidad, sino porque tenía mucha curiosidad por trabajar con esta carne”. Es, ciertamente, un reto.
Estamos acostumbrados a la carne de cabrito, lechal, tierna y apenas musculada. El castrón es un animal distinto: “Es distinta de la carne de cabrito e incluso que la de una cabra joven. Es una carne madura, hecha, pero en absoluto es fuerte de sabor ni tampoco dura. El crestó da una carne muy especial, sabrosa y suave”, cuenta Ferran.
Trabajan con el animal entero, aprovechan absolutamente toda la canal, y Ferran cocina cada corte de manera específica, según el tipo de cocción que necesita. “La pierna la usamos para hacer pinchos morunos o bien pulled crestó —le añaden el pecho, que es un corte que suelta bastante grasa—. Las costillas las tratamos a la brasa, como si fuera un corte de res, dorada por fuera y poco hecha en el interior. Y con el cuello o pescuezo, preparamos una terrina”.
Algunos cortes se sirven casi puros, simplemente pasados por la brasa un instante para que el calor y su caricia ardiente solo tenga tiempo de dorar el exterior y atemperar el centro. Es el caso del filete, servido con una crema de rossinyols (senderuelas) con crema de foie, que recuerda a platos finos de caza, aunque en este caso la carne resulta extremadamente suave y elegante.
La cena la disfrutamos conjuntamente con Imma y Sergi. Era la primera vez que probaban un castrón de su rebaño. Hubo cierta emoción y sonrisas. Tras devorar los imprescindibles tocinillos del restaurante, ya en la sobremesa Ferran opinaba que “los pequeños productores estamos en un momento de mierda. Hay muy poca gente joven que se quiera apuntar a criar cabras, crestó, pollo de calidad o conejo. Pero esto pasará, porque el campo es duro pero también te devuelve muchas cosas”.