Barcelona descansa después de tres ajetreados días. Una nueva edición del Gastronomic Forum Barcelona que arrancó bajo el pitido de las alarmas que protección civil había hecho sonar ante la fuerte tormenta que cruzó la ciudad. De manera inevitable, todas las mentes se trasladaron a la tragedia de Valencia y se instauraba una sensación de incomodidad y cierta culpa que se mantuvo durante todas las jornadas. ¿Deberíamos estar aquí, ahora, hablando del hecho gastronómico que no deja de ser ocio en gran parte? Pero la vida, supongo, tiene que seguir.
Superado el susto inicial, las nubes dejaron la ciudad, pero no el interior de una Fira Barcelona que carecía de las extracciones necesarias para atrapar y llevarse a otro lado los olores condensados en vapor que salían de planchas, ollas y freidoras instaladas por todo el recinto. Una especie de fumata blanca que, irónicamente, ligaba muy bien con uno de los temas centrales: el relevo de la generación de los 90.
Parece que existe cierto consenso sobre que estamos viviendo un cambio y esta generación está haciendo las cosas de manera diferente. Según avanzaban las ponencias y mesas redondas, quedaba claro que, al menos, abordaban la gastronomía con otra visión. Hablaban con naturalidad de temas de actualidad que han condicionado el contexto en el que han crecido.
Parece que existe cierto consenso sobre que estamos viviendo un cambio y esta generación está haciendo las cosas de manera diferente.
Cuestiones de sostenibilidad, de salud mental o de las consecuencias que el turismo masivo acarrea. La gallina de los huevos de oro que ha dejado de poner. No supimos medir el impacto de un turismo salvaje que ha trastocado nuestra oferta gastronómica y tensionado los alquileres. Podríamos pensar que es solo cosa de grandes ciudades como Madrid y Barcelona, pero la realidad es que es un mal que se está extendiendo por todas partes.
Marc Roca —hijo de Joan Roca y jefe de partida en el Celler de Can Roca— comentaba durante su participación en la mesa titulada El relevo generacional, moderada por Marc Casanovas, que el precio de la vivienda en Girona les ponía en aprietos para encontrar personal. “Los alquileres están siendo un problema para encontrar equipo. Podemos dar mejores salarios, pero al final tenemos un negocio y no puede recaer en nosotros la responsabilidad. Las administraciones deben actuar”, afirmaba en el escenario mientras pedía, junto a sus compañeros, que las mismas administraciones hicieran más esfuerzos en promocionar la gastronomía de Cataluña.
Philippe Regol, conocido observador gastronómico, salió entre público para apostillar que los gobiernos llevan medio siglo promocionando el turismo en Cataluña y que, quizás, la próxima revolución tendría que ser la de decrecer. Porque las ciudades como Barcelona no pueden seguir acumulando restaurantes gastronómicos que tienen que sustentarse, forzosamente, en el dinero que viene de fuera porque son pocos los bolsillos locales que lo pueden soportar. La pescadilla que se muerde la cola.
Las temporadas de los productos son cada vez más irregulares debido a fenómenos meteorológicos que descontrolan las huertas y eliminan las certezas.
Pero los retos no terminan en las puertas del restaurante; afuera, el cambio climático también está marcando la gastronomía de esta generación. La climatología ya no entiende de estaciones y lo que dábamos por seguro —y eterno— ha cambiado. Las temporadas de los productos son cada vez más irregulares debido a fenómenos meteorológicos que descontrolan las huertas y eliminan las certezas.
“En cuanto a producto, nosotros, que tratamos con proveedores, nos hemos dado cuenta de que el calendario de temporada ya no sirve. Se ha quedado obsoleto. Ahora tienes que trabajar en estrecha relación con el proveedor que te dice lo que está bien y lo que no”, comentaba Marc Cano, jefe de cocina y futuro socio del restaurante Aürt.
Los de los 90 saben que tienen una responsabilidad con el producto y buscan obtenerlo de proximidad siempre que puedan, cuidando lo que se pone en el plato. Iris y Bruno Jordán, ambos del restaurante Ansils, argumentaban mientras preparaban un plato de esturión sobre el escenario principal que no quieren utilizar flores o decoraciones que no puedan encontrar en las cercanías de su valle, un lugar también muy castigado por el turismo de nieve que ha elevado el precio de los alquileres hasta un punto insostenible para quienes viven allí todo el año.
Los de los 90 saben que tienen una responsabilidad con el producto y buscan obtenerlo de proximidad siempre que puedan, cuidando lo que se pone en el plato.
Para la cocinera no tiene sentido comprar flores o brotes y “colocarlas porque sí o solo para que haga bonito”. La alta cocina —otro término que puede que haya que repensar— necesita servir platos perfectos, lo que significa que un ingrediente se tiene que cuadrar, recortar y seleccionar con la merma que eso acarrea.
Martí Roca, hijo de Josep Roca y jefe de partida, comentaba que en lugares donde se da de comer a más de 100 personas al día, los cocineros tenían una gran responsabilidad a la hora de decidir qué producto se elige y cómo se reconduce su merma. Saben que es posible que haya ingredientes que en unos años no puedan servir.
Pese a que han crecido con el escaparate de las redes sociales, a enseñar, la exposición mediática a la que están sometidos es grande. Quizás para quienes siguen la estela brillante de sus progenitores sea algo más normalizado (los Roca, las Puigvert, los Arguiñano), pero aquellos que se abren su camino a menudo no piensan en cómo se gestiona esa presión por la exposición en una época tan mediatizada.
Aquellos que se abren su camino a menudo no piensan en cómo se gestiona esa presión por la exposición en una época tan mediatizada
“Nadie te enseña a sonreír sin ganas”, una frase que escuché a uno de estos cocineros y que no deja de retumbar en mi cabeza. No me puedo imaginar lo que tiene que ser tener que pasar por el aro de muchas cosas para que tu proyecto personal despegue. Escenarios, entrevistas, fotos... pasan a llenar los días —¿libres?— fuera del restaurante. No hay semana sin evento. Quizás sea este un buen momento para frenar un poco la maquinaria y deshacernos de algunos vicios.
Quizás sea el momento, también, de que haya un relevo en el modelo creado hasta ahora para comunicar y tejer lazos entre profesionales. Los congresos y encuentros en torno a la gastronomía están languideciendo. Hace unas semanas, la Academia de Gastronomía de Aragón me invitó a dar una charla sobre qué quieren ver los jóvenes en un congreso gastronómico. Me lo tomé en serio y pregunté a diferentes perfiles de entre 20 y 35 años qué les movería a ellos a acudir a estos espacios. No quise más que lanzarles esa pregunta por escrito para que me la devolvieran en forma de audio de whatsapp.
Isa Lorite (La Taberna de Miguel), Robert Ruiz (Lov Ferments), Borja Insa (Moonlight Experimental), Xune Andrade (Monte), Ana Botella (Noma), Adrián Alcaide (Dos foodies y medio y La Picaeta), Bruno Jordán y Juan Tolosana (Ansils). Resultó sorprendente ver cómo la gran mayoría coincidía en que echaban de menos una mayor interacción entre cocineros y otros participantes.
Son una generación que quiere ver otras cosas y que necesita hablar de temas más profundos de una manera más participativa. Hablar de gestión de personal, de pedidos, de reservas. Mesas redondas donde tratar temas tangibles del día a día del restaurante en las que compartir y reflexionar sobre los problemas que conlleva tener un negocio con otros compañeros, un espacio que sea más sumar y menos ego. Lo que Iñaki Martínez de Albéniz reclamaba en su libro El idiota gastronómico (Col&Col): pasar del egosistema al ecosistema.