Producto, orden, coste y simplicidad. Los cuatro ingredientes básicos de 1.080 recetas de cocina que explican el enorme éxito de este manual que ha superado de largo los tres millones de ejemplares vendidos desde su primera edición en 1972, solo comparable en España a La Biblia y Don Quijote.
Otra serie de factores ajenos al recetario ayudan a entender el fenómeno. Su aparición en Alianza Editorial, una marca nacida para sacudir el panorama editorial del tardofranquismo con los libros de bolsillo, supuso una ruptura en el proyecto de aquellos empresarios que en 1966 iniciaron un camino que culminaría 10 años después con la salida de El País. Pero le dio prestigio.
Una afición creciente por la gastronomía y el cambio que vivía España, con la incorporación de los hombres a los fogones, también explican por qué aquel texto se convirtió en un artículo de primera necesidad para muchísimos hogares, y no solo los de jóvenes progresistas.
Parece que la razón última por la que Simone Klein Ausaldy firmó como Simone Ortega, usando el apellido de su esposo, tiene que ver con las resistencias que la propia editorial había puesto al lanzamiento de un volumen de recetas, algo que desmerecía y no encajaba con su target. Si, encima, la autora aparecía con su nombre real para hablar de platos españoles, es posible que el libro nunca hubiera visto la luz.
Pero el caso es que entre las 1.080 recetas hay muchas que no son de aquí, sino de clara inspiración francesa. Simone heredó los cuadernos que su madre y su abuela habían utilizado para cocinar y, sobre todo, para dirigir a las personas que se encargaban de esas tareas en sus casas. Porque Simone venía de una familia burguesa, afincada en Barcelona cuando ella nació en 1919, de gustos propios de su clase social, la misma que frecuentó cuando tras la guerra civil se instaló en Madrid, donde conoció al hijo del filósofo José Ortega y Gasset con el que se casó.
Klein era una señora de la alta sociedad, aficionada a la música, a la buena mesa y a las tertulias; una maestra en el arte de recibir. Cuentan sus hijos que para su última cena --julio de 2008-- pidió champagne, porque para ella, como para Ferran Adriá, era el mejor vino.
Concisa, enérgica y cartesiana, invirtió tres años en la preparación de su gran libro y no dejó nada al azar. Su obra es intuitiva, está ordenada por producto y receta, no por la paginación. Está concebida para que alguien sin experiencia abra la nevera y, tras comprobar las existencias, recurra al manual para ver qué se puede preparar con aquello. Y siempre cuidando el bolsillo.
Su figura ha sido tan decisiva para la cocina española y para los aficionados como lo han sido el genio de El Bulli, Juan Mari Arzak o Pedro Subijana. Se merece el reconocimiento que ha tenido en numerosos lugares de España, también este 8 de marzo, día de la mujer, no porque fuera feminista, que no lo era, sino porque era una gran mujer.
Sorprende, sin embargo, la escasa atención que su figura ha despertado en el mundo de la alta gastronomía patria. La Real Academia de Gastronomía le dio una raquítica mención especial en 1987, mientras que la Academia Catalana de Gastronomía y Nutrición ni eso. Quizá porque sabían que ella siempre se consideró francesa –cuando venía a Barcelona visitaba Neichel y Jean Luc Figueras--, aunque para la institución catalana eso no debería suponer un obstáculo: en su día premió a Eliane Thibaut, “cocinera y escritora de la Cataluña norte”.
Es verdad que este tipo de instituciones son rancias por definición, lo que incluye un machismo trasnochado, pero en el caso de Simone Klein puede tener que ver también con el nulo caso que les hizo en vida. “Lo malo de estos cocineros buenos de ahora es que quieren hacer dinero”, dijo en una entrevista con motivo de la primera edición en catalán de su libro, que estaba prologada precisamente por Adriá.
Tenía un concepto instrumental y conservador de la cocina. El salón ideal para el disfrute de la mesa era el de su casa, porque era donde mejor comía sin necesidad de recurrir a los productos más caros y sofisticados del mercado. Una gastrónoma enorme alejada del fulgor que demasiado a menudo rodea la gastronomía.