Comer o no comer es una cuestión de dinero. Comer bien o comer mal es una cuestión de cultura, Manuel Vázquez Montalbán.
Hace 20 años, Barcelona y el mundo de las letras hispanas perdieron a uno de sus intelectuales de referencia. Manuel Vázquez Montalbán, escritor polifacético y compulsivo, dejó tras de sí una obra inmensa que abarca desde la novela policiaca al ensayo, cientos de artículos periodísticos, poesía y, sobre todo, un pensamiento gastronómico de una sorprendente vigencia.
Manolo, para sus amigos, fue un gran gourmet, aunque escribiera contra ellos en una de sus obras clave: Contra los Gourmets. A propósito de las diferentes teologías de la alimentación. Obviamente, no fue su pretensión tirar piedras sobre su propio tejado, sino reivindicar lo que hasta entonces era solo un saber menor reservado a las élites intelectuales y económicas para amenizar sobremesas: defender la gastronomía como espacio de conocimiento y placer donde lo vulgar, anodino o puramente fisiológico podía tornarse sublime.
A través de las obras de Manolo, que no fue amigo, pero sí mi autor de cabecera, descubrí la trascendencia de todo cuanto intuía, cocinaba y saboreaba, corroboré pasiones, sumé filias que compartí con un desconocido señor de bigote ochentero entrado en carnes, y me convertí en una devoradora de concentrados de saber que recogía al vuelo en las andanzas de Carvalho por el Raval, en aquellos Viajes por las cazuelas de los mediterráneos, en el Art de menjar a Catalunya, en sus Almuerzos con gente inquietante, lo más granado y perturbador de la Transición política española, la mayor parte de ellos, “inapetentes y sin sentido del humor”, siguiendo con mi compulsión por la cita.
Manolo, para sus amigos, fue un gran gourmet, aunque escribiera contra ellos en una de sus obras clave: 'Contra los Gourmets'.
Como la ignorancia es muy atrevida, y me arrastraba un deseo ardiente de que Montalbán posara sus ojos en mí y mi manuscrito, me propuse ganar el Premio Sent Soví de Literatura Gastronómica que convocaba la editorial RBA, la Cátedra de la Universidad de Barcelona del mismo nombre, y Freixenet, nuestro buque insignia del glamour catalán antes de que nuestro ideal de cena familiar se basara en un par de mediocres pizzas y dos fuets insípidos.
Jamás ocurrió tal cosa. Así que seguí leyendo, aprendiendo cocina en la escuela de Mey, escribiendo, haciendo programas de radio en los que hablaba de las cosas del comer con todo quisqui, grababando reportajes en los mercados de Barcelona, viendo Karakía los domingos, publicando algún que otro libro sobre cocinas autonómicas, perdiendo editores por el camino, impartiendo algunas clases…
Hasta que, un día me escribieron Rosi Song y José Colmeiro para que participara en el nuevo número de los Cuadernos de Estudio Vázquez Montalbán y, posteriormente, en el Congreso que se celebraría en Barcelona entre el 18 y el 20 de octubre del 2023. El eje de este número tendrá por título —me dijo, Rosi, su coordinadora— En la mesa con Manolo: La gastronomía como acto cultural y político. Y en ese momento, el círculo se cerró. O el karma me salió a devolver.
Corroboré pasiones, sumé filias que compartí con un desconocido señor de bigote ochentero entrado en carnes, y me convertí en una devoradora de concentrados de saber que recogía al vuelo en las andanzas de Carvalho por el Raval.
En estos momentos en los que parecía que habíamos rozado el cielo con la punta de los dedos (puede que algunos más que otros, que la química la carga el diablo), la situación de los estudios gastronómicos y la ingente cantidad de tinta que se vierte sobre ella es tan superficial que apenas da para un remake de la escena de El Premi, novela en que su alter ego, Sánchez Bolín, prepara un pa amb tomàquet ante el estupor (palabra con la misma etimología que estupidez) de la concurrencia que no entiende porque se solaza con algo tan simple, ante lo cual, Bolín responde.
Mudarra, tiene usted ante sí un prodigio de Koyné cultural que materializa el encuentro entre la cultura del trigo europea, la del tomate americano, el aceite de oliva mediterráneo y la sal, esa sal de la tierra que consagró la cultura cristiana. Y resulta que este prodigio alimentario se les ocurrió a los catalanes hace poco más de dos siglos, pero con tanta conciencia de hallazgo que lo han convertido en una seña de identidad equivalente a la lengua o a la leche materna.
-¡Qué banalidad!
-Hasta tal punto asistimos a un prodigio cultural que nosotros los mestizos, los charnegos, los inmigrantes catalanizados, adoptamos el pan con tomate como una ambrosía que nos permite la integración.
Porque, y sigo escupiendo citas montalbianas, “la cocina será mestiza o no será”. Las cocinas que pervivan en este batiburrillo de ofertas comestibles donde se pelean por la misma plaza caricaturas de localismos gastronómicos, cocina de ensamblajes coloristas, “chucherías sublimadas” (tal y como anunció otro gastronómo a recuperar, Llorenç Torrado), fast food de diversos pelajes y raleas, bicicletas que recorren en glovo las ciudades con engrudos de arroz y pescado muerto, tortillas industriales que asoman sus salmonelósicas garras o sancta sanctorums donde ofician diversos mesías de discursos ininteligibles y vacuos; deberán encontrar de nuevo esa Koyné culinaria o el mestizaje sin perder la identidad.
Las cocinas, que en una visión más realista no son ni nacionales ni están compartimentadas (a no ser que hagamos un trabajo escofferiano de burocratización de la mesa para paladares burgueses que odian los patois culinarios), tienen su raíz en los fogones regionales, tribales, casi, y se influyen las unas a las otras en líneas de intercambio constante, tal y como se puede observar en la colección Carvalho Gastronómico dedicada a las cocinas españolas.
A nadie se le escapará que, aunque no hayan pisado jamás un congreso, han hecho mucho más por los fogones patrios los pastores, pescadores, arrieros, matarifes, monjes, peregrinos, vendimiadores o labriegos que cualquier Bullipedia.
Han hecho mucho más por los fogones patrios los pastores, pescadores, arrieros, matarifes, monjes, peregrinos, vendimiadores o labriegos que cualquier Bullipedia.
Sus caminos han sido salpicados de casas de comidas, tascas y tabernas que se han llenado de bacalaos ajoarrieros, arroces a banda y a babor, de albufera, de matanza, morteruelos y cachuelas, salmorejos, marmitakos y suquets, romescos, calderetas y empanadas, botillos y morcillas de sangre, sudor y lágrimas, pulpos secos de las ferias de Ourense y congrios con garbanzos para mortificarse en un Viernes de Dolores.
Manuel Vázquez Montalbán no está, sin embargo, enterrado bajo tierra, ni literal ni metafóricamente, porque sus cenizas fueron esparcidas en la bahía de Roses. Lo cual habla mucho y bien de su capacidad de absorber —literalmente— todo cuanto se cocía en aquella España eufórica de la “única revolución verdadera y posible” (de nuevo, MVM, dixit): la revolución gastronómica.
Manolo sabía, intuía, ya entonces, que también en la segunda década del siglo XXI la cocina es una cuestión de clases.
Pero Manolo, el niño de posguerra que conoció a su padre a los tres años, que recuerda a su madre ir a por aceite de oliva, pimentón y pan de estraperlo y disfrutarlo en un día marcado por lo extraordinario, sabía, intuía, ya entonces, con o sin merienda de materialismo marxista, que también en la segunda década del siglo XXI la cocina es una cuestión de clases.
Por eso los pobres comerán siempre empanadas de cartón piedra, ramen, tacos, baratijas asiáticas, hamburguesas de animales estabulados inflados con soja transgénica y los ricos irán a restaurantes estrellados a comer judías verdes con trumfes del Berguedà.
Lean, lean a Manuel Vázquez Montalbán. Y después, como quien va a la manifestación del día, busquen un buen cap i pota para almorzar, un gazpachuelo en Málaga, un atún encebollao en Barbate, una olleta de Alcoi en Alicante, o unos paparajotes en Murcia. Y, ¡Qué Dios reparta suerte!