Recuerdo un fatídico día de finales de 2018 cuando abrí un mail de la oficina de Londres: "¿Sabes de algún sitio en Barcelona que preparen San Sebastián burnt cheesecake La Viña style? En Instagram está arrasando, oye”. Pobre de mí, no sabía la tragedia que se estaba mascando (bueno, mascando, se masca poco). La moda del pastel de queso cremoso, al contrario del icono en sí, ha acabado cuajando (sí, otro chiste infame).
Hoy, todos los restaurantes que hasta hace dos días te ponían en la mesa “agua acabada de hacer” —que tienen que ofrecer gratis, por cierto, una norma que solo cumplen los restaurantes con alma made in USA— tienen un pastel de queso estilo La Viña en su haber. Acabado de hacer, por supuesto: caliente, cremoso, salado a más no poder y muchas veces con tan poco cuajo que parece que la cabra te patee en la boca. No estoy hablando de recetas intensas y equilibradas como las de Jon Cake o Estimar, sino de un pegote chamuscado con Idiazábal líquido.
No estoy hablando de recetas intensas y equilibradas como las de Jon Cake o Estimar, sino de un pegote chamuscado con Idiazábal líquido.
El peor momento de las convocatorias de prensa —antes llamadas pesebres, cerca del campo semántico de la cabra— es aquel en que el jefe de sala sonríe con ademán cómplice: “Tenemos un pastel de queso excelente”. Y tú sabes que ya no te libras del trotecillo caprino en tu paladar, so riesgo de quedar como un palurdo.
Como decía Joe Crepúsculo, a veces piensas que algo es bueno tan solo porque lo envuelves con tus manos. Y a veces los cocineros piensan que algo es bueno tan solo porque lo acaban de hacer. No tengo un problema per se con el pastel de queso sin cuajar; pero si quiero queso de postre, pediré queso de postre.
En la sociedad ha cuajado la idea que el poco ídem es bueno: se nos hace el culo gaseosa por tortillas, más que melosas, líquidas, que tienen su último extremo en bolsas amarillas que explotan, un tsunami baboso de albúmina que se lleva por delante el sublime placer de la interacción de la patata churrascadita y la cebolla confitada, y por pasteles de queso líquidos y calientes (de ahora en adelante, PQLC). Vete tú a saber si la trendización del poco cuajo es una derivada de la famosa modernidad líquida y de la fluidez del tránsito entre géneros (lo dudo).
Vete tú a saber si la trendización del poco cuajo es una derivada de la famosa modernidad líquida y de la fluidez del tránsito entre géneros (lo dudo).
El dominio mundial del PQLC es un falso triunfo de lo glocal: un postre "auténtico" y "casero" —las dos palabras más vacías de contenido de la historia— que en teoría exporta un pedazo de País Vasco a todo el orbe. En realidad, se trata de la enésima vulgarización de una cocina, la española, que todavía no ha encontrado una manera de venderse al mundo con la misma efectividad que la mexicana o la italiana. Seguro que la mayoría de los que piden basque burnt cheesecake antes se han zampado unos huevos benedict o un pulled pork, en un restaurante cuqui lleno de inmigrantes con pasta (es decir, expats). Puestos a echar de menos pasteles, echo de menos comerme un buen pastel de manzana acabado de hacer —¿Alguien recuerda esa maravilla del no menos maravilloso La Biblioteca, en el Raval de Barcelona? Iñaki, el propietario y chef, hoy es coordinador de cocina en Fundesplai. Vuelve al restaurante, hombre, que los adultos te necesitamos más—.
El antídoto contra el PQLC es sencillo: sal de la ciudad y verás que su influencia decae al alejarte de la urbe. Y, por Dios, pide repostería local. Bien sea el lujurioso goxua vitoriano o las benditas delicias: unos yoyós de mazapán, yema y azúcar glaseado que colmaron de gozo mi infancia y de grasa mis michelines, y ante los que palidece el mejor macaron del mundo. Que yo sepa, solo los hacen en la pastelería Can Fàbregas de Figueres. Y aquí me tenéis: esquivando ubres de cabra hasta que regresen el tocinillo de cielo y el borracho a lo bestia. Pasará. ///