Los seres humanos, las personas, como animales que somos, organizamos la vida en base a costumbres y repeticiones. Por encima de los cuentos que nos hayan contado y, peor aún, de lo que nos hayamos querido creer, somos seres preparados para repetir las cosas hasta el infinito y sin pensarlo. Y lo hacemos con sumo gusto porque estamos hechos para eso, para repetir. Desde comer y dormir, pasando por andar y hablar. Incluso la parte más educada de nuestra especie, hoy en declive, dar los buenos días, da las gracias al camarero o ceder el paso antes de entrar en un lugar. Así somos, repetidores por naturaleza.
Pero como en toda repetición no pensada y que a la vez resulta cómoda (por mor de la propia repetición) se cuelan los vicios; los malos hábitos. Cuando bajamos la guardia, y la bajamos a menudo, las tragaderas que tenemos como sociedad nos llevan a lo que deberíamos describir como algo esperpéntico pero que, ¡oh, casualidad!, por la costumbre de verlo y hacerlo una y otra vez nos parece normal.
Nos hemos acostumbrado a que nos ordenen a alejarnos de las barras
Nos hemos acostumbrado a que nos ordenen a alejarnos de las barras y, también, a ir apiñados en un autobús o en un tren. También hemos visto cómo dictaban el alejamiento sideral entre las mesas de una terraza por donde, al mismo tiempo, pasaban miles de personas, bien arrenjuntaícas, manifestándose. Por supuesto, nos hemos llegado a creer a pies juntillas que la reunión de 10 o más personas en una mesa de un restaurante constituía un acto terrorista de suma gravedad, para acto seguido ir a una relajada tertulia con 15 no convivientes más en casa de Zutano.
Pero seguramente el acto más siniestro al que nos hemos acostumbrado es a que los políticos que nos gobiernan han tomado las decisiones de un jueves para un viernes, mientras en otros países europeos activaban restricciones más o menos discutibles con un mes de adelanto y con la consiguiente batería de ayudas.
Por explicarlo gráficamente: cuando hace poco volví a entrar en la casa de Pablo Loureiro, el restaurante Urola, en plena Parte Vieja de San Sebastián, y vi las mesas bajas pegadas a la barra me invadió la tristeza de golpe. De nuevo volvíamos a esa estampa. Algo ridículo, obsceno, pero que al entrar en bucle la tristeza es lo único que puedes sentir. Y la resignación.
Sin embargo, la tristeza y desazón de quien escribe estas líneas nada tiene que ver con comer los pintxos sentado en mesa baja pegada sin ton ni son en la barra. Lo alarmante es que a la vuelta de dos años (¡2!), haya dirigentes que apunten a que comerse un pintxo en la barra de un bar es un acto gravísimo, incívico y que, por ende, debe ser eliminado. La locura social es ver eso normal a estas alturas del partido. Y defenderlo con ahínco.
Medidas que se toman por una incompresible repetición, ahora convertidas en tradición
Cuando voy a bares de amigos y conocidos ya no hay conversación posible, porque los requiebros que hay que hacer con todo son desesperantes. Esa sensación de “otra vez con esto” a lo que poco más que un “ya escampará” lacónico puede responderse. La tristeza que ha tornado en hartazgo es la sinrazón de que por enésima vez se tomen medidas arbitrarias y sin sentido científico alguno. Medidas que se toman por una incompresible repetición, ahora convertidas en tradición. Medidas que ni siquiera se han tomado en una barra de bar con unos vinos de más, sino que supuestamente se han tomado de manera sesuda y se han comunicado con tono de voz grave.
No sé si de “ésta” saldremos mejores, pero sí que deberíamos salir con la memoria, y la alegría, de las cosas y rutinas que vivíamos antes de que nos inoculasen el miedo y terminásemos asqueados.