Hace unos años, trabajé en una escuela de alta cocina y, cada vez que el profesor presentaba un plato, había un alumno que siempre preguntaba: "Pero, ¿esta es la ración? ¿Ya está?". El profesor, con tono ya cansino, respondía que sí, que aquella era la ración. "Pues yo me quedaba con hambre", remataba el alumno.
Un día, harto de la pregunta y su coletilla final, el profesor explotó: "Estas raciones no son pequeñas, tienen la cantidad adecuada para disfrutar del plato sin empachar. En España, tenemos la idea equivocada de que debemos salir del restaurante empachados, si no, no hemos comido bien. No, hay que salir saciado y habiendo disfrutado de todo el menú. Si te empachas, la experiencia ya no es la misma".
Aquellas palabras me hicieron reflexionar. Me di cuenta de que, efectivamente, la mayoría de mis conocidos preferían cantidades grandes a pequeñas, menús largos a cortos, reventar a salir caminando dignamente del restaurante. Empecé a analizar mi propia experiencia y comprobé que, efectivamente, cuando acudía a un restaurante y sencillamente me saciaba sin excederme, el recuerdo de la experiencia era mucho más placentero. No obstante, los menús largos persisten y los comensales que los prefieren, también.
Cuando me saciaba sin excederme, el recuerdo de la experiencia era mucho más placentero.
¿Es culpa del chef o restaurante, que quieren demostrar todo su ingenio en un infinito desfile de platos a cada cual más novedoso, más rompedor, más estimulante? Puede ser, pero la verdad es que cuando hay dos menús, soy de las pocas personas que prefiere el corto; la mayoría prefiere el largo. A pesar de ser conscientes de que van a dejarse comida.
¿Es culpa, pues, del comensal, que no quiere irse con la sensación de haber pagado y no haber comido suficiente? Quizá, pues no es raro oír la frase de "yo no pago para quedarme con hambre". No obstante, en la mayoría de los restaurantes que ofrecen un único menú, este no baja de 12 platos y si ha sido condecorado con algún astro, la media de pases es de 20. Algunos hasta se inventan conceptos como el prepostre o combinan aperitivos con hors d'œuvre y postre con amuse bouche, sin que el comensal pueda hacer nada al respecto.
Quizá, el chef, o el restaurante, necesite hacer un ejercicio de síntesis. No por servir más platos se demuestra más potencial, pues es fácil que el hilo que los conecta acabe difuminándose y el menú no se entienda, o acaben apareciendo platos que, por muy novedosos o rompedores que sean, en realidad, no aportan nada.
No por servir más platos se demuestra más potencial, pues es fácil que el hilo que los conecta acabe difuminándose y el menú no se entienda
Puede que el comensal deba hacer un ejercicio de reflexión y entender que lo que paga no es únicamente la comida, sino la experiencia de poder degustar momentos brillantes a los que ha llegado el chef. Una idea, un momento de inspiración, una ambición, un desafío, un cambio de rumbo. Y, en ese caso, cuanta menos parafernalia haya alrededor, mejor.
¿Estoy exagerando? Puede que sí. Puede que las palabras de aquel profesor me marcaran tanto que ahora sea una fiel defensora de los menús cortos. O puede que no. Puede que exponerte a comer 20 platos de media, por muy pequeñas que sean las raciones, sea más contraproducente que beneficioso, pues se corre el riesgo del desperdicio.
Desperdicio de comida, que se deja y se tira, pero también de talento del chef, que no se disfruta ni se valora plenamente, y de experiencia, con recuerdos de la velada que acaban en una especie de cajón de sastre desordenado. Algunos no quieren pagar un menú para quedarse con hambre; yo, y seguramente aquel profesor, no quiero pagar para quedarme con un recuerdo borroso, sino para disfrutar de pequeños momentos en los que la cabeza del chef hizo clic. Por eso, me uno a aquel profesor: para mí, el menú, y la ración, cortos, por favor.