A Michoacán vuelven cada año por estas fechas las mariposas monarcas. Emigran en el verano a bosques de Estados Unidos y Canadá y regresan cuando las temperaturas bajan a la reserva de la biosfera michoacana. Su llegada coincide con las preparaciones para el día de muertos, por lo que la cultura popular dice que las mariposas son mensajeras de las almas de los difuntos que les recuerdan a sus feudos que ya están en camino. Diana Kennedy, la persona que más conocimiento tenía sobre la cocina de México, sus ingredientes, técnicas y territorios, falleció a finales de julio de este año, con 99 años. La empleada que le cuidó durante sus últimos años, Lupe Salgado Álvarez, me explica que, tras su muerte, una mariposa negra con rayas amarillas revolotea constantemente por el jardín de Quinta Diana, el hogar en el que Kennedy, de origen inglés, se asentó, cuando quedando viuda en 1967 se mudó a México definitivamente desde Nueva York. Diana llegó a este país en 1957, para casarse con Paul P. Kennedy, corresponsal del New York Times. “Un día la mariposa se metió y no sabíamos cómo hacer para sacarla, no quería irse. No quiere irse, ella sigue aquí”, me dice Lupe, en Zitácuaro (Michoacán). ¡Y cómo se va a ir! La entiendo.
Para cualquier persona europea, este tipo de poesía visual merecería premios, Blackie Books te sacaría un libro. Para los mexicanos no solo es común hablar de esa manera, de verdad creemos que las mariposas son mensajes y los tamales no se inflaron porque los preparó una mujer que tiene su luna. Para los mexicanos, las mariposas son mensajeras de esas almas que ya no están aquí físicamente. También el sol y las lluvias, las estrellas fugaces e incluso el vitíligo, y otros males, siempre traen mensajes. Aprendemos la poesía desde muy chiquititos, ayudando a las abuelas o a las madres en la cocina.
Los mexicanos aprendemos la poesía desde muy chiquititos, ayudando a las abuelas o a las madres en la cocina
La poesía la escribimos también desde pequeños, cuando en esta época del año, sin falta, escribimos un poema típico “de muertos” que se llama calaverita. La escribimos para nuestros muertos, nuestra familia, viva o no, nuestros compañeros de clase, los políticos y un largo e interminable etcétera. Mi madre y yo componemos una calaverita una vez al año, a veces para los amigos, otras para los abuelos o para quienes ya no están. Nos gusta bromear en las calaveritas a los mexicanos: a los que están muertos les recordamos de qué murieron y a los que se van a morir, de lo que seguramente morirán. Si le gusta beber, se le recuerda y si murió de cáncer de pulmón, se mencionan siempre sus Ducados. No somos muy políticamente correctos con las calaveritas. Muchas veces, hay que decirlo, las bromas que ahí escribimos no pasarían el #metoo. Sin embargo, también hay que apuntar que hay tal libertad para escribirlas y compartirlas que, en todos los diarios, de cualquier corriente, se escriben en las redacciones calaveritas de actualidad. Por ejemplo, si la redacción de Hule y Mantel escribiera la suya, seguramente mencionaría a los congresos que insisten en no invitar a mujeres a dar conferencias o al pleito de vecindad entre los socios de la coctelería Two Schmucks. Quizás algunos más atrevidos escribirían sobre cómo los fondos de inversión se han hecho de muchos restaurantes y locales de España. Podrían escribir, por ejemplo: la calaca tilica y flaca ya llegó a España, buscaba en Venezuela el dinero del narco y lo encontró en restaurantes de Barcelona y Madrid. Recuerden que es poesía y en la poesía todo se vale.
No es fácil explicarles a los españoles lo que significa para nosotros esta celebración
Cuando intenté explicarle el Día de Muertos a mi difunto esposo, el chef Manel Marqués, del acaecido Suquet de l’Almirall, lo invité a traer una foto de sus padres y de su hermana para ponerlos en mi ofrenda, así como cualquier objeto o alimento que les gustara. Me mandó al cuerno. No es fácil explicarles a los españoles lo que significa para nosotros esta celebración. La primera vez que vine a México, en estas fechas, durante los 12 años que viví en Barcelona, les llevé a todos mis compañeros de la redacción de ABC una calaverita de azúcar con su nombre. Es decir, un pequeño cráneo de azúcar, con su nombre escrito en papel de colores. ¡Imagínense! Creo que tras dos mudanzas habrá alguno que se haya resistido a tirarla, por miedo a que le caiga alguna maldición. ¡Tranquilos, chicos, son inofensivas, se comen! Y luego cómo les explico que no éramos ni somos caníbales.
Tonatiuh Cortés, el creador mexicano del proyecto Cloudstreet Bakery en Barcelona, me contó hace tiempo que el primer año que vendió pan de muerto muy poca gente barcelonesa se atrevió a comprarle. “Quizás pensaban que estaría hecho de cadáveres”, me dijo desconcertado. Tenemos mala fama, pero no se pasen. El siguiente año, Tonatiuh decidió rebautizarlo como "pan de Todos los Santos", y entonces la gente sí quiso comprarlo. Después, gracias a la película Coco, todo el mundo supo más de lo que somos y vivimos cada año, y el panadero le devolvió su nombre original. Eso sí, no hay que olvidar que Disney es quien retrata nuestras fiestas en ese filme. Recuerden, también lo que le hicieron a Alicia.
El duelo nos aplasta, pero nuestro sentido del humor nos ayuda a hacerlo más llevadero
Cuando mi marido murió en 2017, yo ya llevaba varios años haciendo altares de muertos en Barcelona. En casa para mí y los míos, y en diversos restaurantes, como La Coronela, La Cantina Mexicana y el Gallo de Oro para famosos como Cantinflas, Frida Kahlo o José Alfredo. Ya tenía rato contándole a la gente esa frase que dice que nosotros nos reímos de la muerte. Y una mierda. La muerte también nos duele, como a todos. El duelo nos aplasta, pero nuestro sentido del humor nos ayuda a hacerlo más llevadero. El primer año tras la muerte de Manel no quería poner el altar, estaba devastada, enojada, hecha mierda en todos los aspectos, pero pensé que él jamás me perdonaría no poner un altar. Lo puse en el último minuto y fue hermoso. Lo dediqué a los familiares fallecidos del grupo de amigos que me sostuvo durante ese primer año. Una sección del altar estaba dedicada a Manel y a los suyos.
Dos años antes habíamos ido a Oaxaca con su familia y la mía, a vivirlo en persona. Pensé que era la única manera de explicarle lo que significaba para nosotros. En Oaxaca, caminamos entre tumbas de niños que sus familiares velaban. Vimos a dos pequeños velar a su madre y a un señor velar a su hija. Dejamos flores en las tumbas vacías, cantamos rancheras, bebimos chelas, lloramos en secreto y en grupo, comimos tacos, quesadillas y esquites. Mi padre nunca había estado en un panteón en Día de Muertos. Su madre murió cuando tenía 5 años. Esa noche la lloramos. Y la honramos. Fue un viaje hermoso. Éramos dichosos. Al siguiente año, Manel fue el primero que quiso poner el altar: trajo cigarros y Contreau para recordar a su madre y whisky para su padre. Cada vez que tengo la oportunidad de volver a Oaxaca agradezco ese viaje que hicimos con sus sobrinos y mi familia. Por eso, jamás me perdonaría que yo no pusiera el altar.
El segundo año después de su muerte hice un altar solo para él. Fue espectacular, el más bello que he hecho nunca. No escatimé en detalles, cociné y cocinamos mucho. Cada noche de la semana vinieron amigos y familiares a probar los diversos platos que preparé. Estuve una semana rodeada de gente que amo y me ama, de gente que amó a Manel. Esa es la lección más grande que yo he aprendido en estos años, desde su muerte. Poner el altar, poner sus discos, esconderle sus cervezas y cocinar los platos que más le gustaban me mantiene viva. Le da sentido a mi existencia, sin él.
Para mí, el Día de Muertos es cocinar, es recibir a la gente que amo y es hablar de los que ya no están
Este año, mi madre y yo haremos cochinita pibil, con la receta de Blanca Orduña, la suegra de mi hermano, uno de los platos favoritos de Manel. Hace unos días fuimos al mercado de alfeñiques, por papel picado, velas y todo lo que nos falta para el altar. El año pasado, en Pátzcuaro, por Día de Muertos, compré una calavera con su filipina, su olla de fumet y su sombrero de chef. Manel odiaba que le llamaran chef o usar filipina, pero quién le manda haberse “morido”. Pedí un pan de muerto de masa madre, para no extrañar al de Tonatiuh. Sembramos, desde Sant Jordi, las flores de cempasúchil, que inundan nuestro jardín. Es el primer año que usamos nuestras propias flores. Hace unas semanas que venimos cocinando y guardando para el altar: gorditas, tamales, mole verde, mole rojo. Seguro que alguna paella caerá y algunos garbanzos a la catalana, como cada año. Para mí, el Día de Muertos es cocinar, es recibir a la gente que amo y es hablar de los que ya no están, escuchar su música, cantar y bailar sus canciones, preparar guacamole, escribir poesía y estar en familia. Es recordar a los muertos para sentirnos más vivos los vivos. Hace unos días leí en Twitter a alguien que decía que en Oaxaca esta festividad es más importante que la Navidad. Es verdad. En Michoacán, también.
Cualquier excusa es buena para celebrar la vida. También, claro, la muerte
No quiero cerrar este texto sin pedirles que no vengan todos a Oaxaca o Michoacán. Ya tenemos suficientes turistas, los propios incluidos, amenazando nuestras fiestas. Vayan a la Casa de Europa, en Madrid, que cada año abre sus puertas para que visiten su altar de muertos monumental. Vayan al Consulado de México en Barcelona. Vayan a los restaurantes mexicanos de su preferencia. Vayan a casa de sus abuelos, pregúntenles sobre sus costumbres del Día de Todos los Santos. Acompáñenles al cementerio, si van. Pregunten por lo que comían o lo que bebían antaño, compren las tortas tradicionales, hagan panellets, compartan huesos de santo, asen boniatos y castañas. No hace falta mirar Coco, seguro que leyendo recetarios y escuchando relatos familiares podemos cuidar, recordar y homenajear a nuestros difuntos. Como decimos los mexicanos: cualquier excusa es buena para celebrar la vida. También, claro, la muerte. Diana Kennedy estará, por supuesto, este año en mi altar. Y en los que vengan. Las mariposas hace días que no paran de revolotear por el jardín. Bienvenidos sean, ya los esperábamos. ||