Los mercados son un lugar de paso, un punto de encuentro relajado donde se toman decisiones cotidianas, pero fundamentales. Un reflejo de la cultura local, la mejor manera de conocer las costumbres de un pueblo y de ver el día a día de sus vecinos que se mueven por ellos con la naturalidad del que se encuentra en su casa. Un entorno donde, al pasear entre sus pasillos y observar el ajetreo constante de sus habitantes, te conviertes en un espectador de la vida.
Han estado presentes desde que empezamos a vivir en sociedad y, desde entonces, han evolucionado adaptándose a los tiempos y a las circunstancias que nos han tocado. Los hay chiquititos, de barrio, de pueblo, los de siempre, donde se concentra el comercio local con los productos de la tierra. Ahora también los hay multiculturales, como el de Mostenses en Madrid, una especie de Naciones Unidas donde se venden productos peruanos, tailandeses, brasileños, rusos... Mercados que indican que en ese barrio hay una vida diversa y que entre sus paredes se concentran múltiples nacionalidades que quieren convivir y servir tanto a los suyos como a los curiosos que desean conocer su cultura.
En las ciudades cada vez se compra menos en pequeños comercios y más a través del móvil
En las grandes ciudades también ha nacido un nuevo tipo de mercado donde conviven puestos de alimentación con restaurantes. Un tándem ideal para los viajeros que quieren conocer el producto local y disfrutarlo allí mismo. Sin duda, un mecanismo de supervivencia muy acertado, pues hoy en día en las urbes más cosmopolitas cada vez se compra menos en pequeños comercios y más a través del móvil. De este modo, el mercado sobrevive, los vendedores mantienen sus negocios y los restaurantes encuentran un espacio donde abastecerse y dar de comer. Una especie de ecosistema gastronómico que se retroalimenta.
De estos tres tipos de mercados (tradicional, exótico y gastronómico), ha nacido un híbrido que, como turista, me encanta: mercados de abastos con pequeños restaurantes. Así es el Mercat de l’Olivar de Palma, en Mallorca. Un lugar donde viajeros y mallorquines coinciden sin molestarse y sin quitarse espacio. Un mercado donde es posible tanto hacer la compra como degustar el producto fresco in situ o comprarlo e ir a Anfos, el restaurante que se encuentra en la primera planta, para que te lo preparen al momento y al gusto, con la misma gracia con la que cocinan toda su carta.
Hay un tipo de visitante que no desea hacer turismo de postureo, sino asomarse a otros mundos
En mi visita, primero disfruté de unas ostras fresquísimas en el mercado y, después, subí para seguir deleitándome con los pescados y las verduras a la plancha que preparan en Anfos. En esta planta, con mucho menos encanto que la principal, apenas había un par de comercios, el restaurante y un enorme Mercadona que, de entrada, no sabía si desentonaba o si era una solución brillante para la compra semanal de los mallorquines, un ejemplo de convivencia entre ambos modelos de abastecimiento familiar.
Las dudas me las despejaron días después: al parecer, tanto el restaurante como los comercios que quedan están a punto de cerrar porque el supermercado tiene la intención de quedarse con todo ese espacio. Al restaurante no le va mal, pero no puede igualar la oferta. Toda esta información me la dio un mallorquín y no la he podido contrastar, pero la sola posibilidad de que aquello fuera cierto, en una isla que me maravilló por haber sabido mantener y respetar su cultura y sus tradiciones, me entristeció. Mucho.
Me entristeció ver, una vez más, cómo el dinero se pone por encima de las personas, de la belleza de los mercados, de la cultura, de las necesidades de los ciudadanos, del disfrute del visitante que no desea hacer turismo de postureo, sino asomarse desde un rincón a observar otros mundos, otras formas de vivir la vida.
Algunos mercados ahora no son más que espacios comerciales o atracciones turísticas
Esta tendencia está apropiándose cada vez de más mercados que un día fueron centros neurálgicos de sus ciudades, de sus barrios y de sus vecinos, y que ahora no son más que espacios comerciales o atracciones turísticas; perdiendo así parte fundamental de una identidad común.
Eso mismo se forzó en el Mercado de Colón de Valencia, donde subieron los alquileres a más no poder y se dejó que el mercado de estilo modernista se echara a perder hasta ahuyentar a los clientes y que los vendedores con local propio acabaran por cerrar, si no se habían jubilado antes. Luego, el ayuntamiento lo adecentó, alquiló o vendió los espacios a bares, restaurantes, horchaterías, y fingió haberlo recuperado.
Ahora es un lugar muy bonito para tomar algo, agradable y tranquilo en comparación con otros mercados turistificados, y puede que una de mis estampas favoritas del "cap i casal" valenciano, pero sin la esencia de un mercado de abastos. Sin el bullicio que debería oírse desde fuera. Sin el ir y venir de clientes. Sin cumplir la función que narran los motivos decorativos de su fachada.
Aquel mercado estaba en una zona demasiado turística para que su interior se llenara con frutas de la huerta valenciana y salazones del Mediterráneo
Cada vez que paso por delante me apena pensar en los vendedores que tuvieron que dejar el negocio de su vida porque aquel mercado era demasiado bonito y estaba en una zona demasiado turística y cara para que su interior se llenara con frutas de la huerta valenciana y salazones del Mediterráneo. Al parecer, los turistas no merecían ver aquello, sino otro espacio más donde seguir consumiendo y gastando dinero en productos de sobra conocidos.
Como turista que soy, creo que hay más belleza en un mercado donde han aparecido nuevos actores, pero han aprendido a convivir con los que ya estaban, que en uno donde hay que abrirse paso a codazos, pedir las cosas a gritos y pagar un ojo de la cara por una caña mal tirada. Hay más belleza en el día a día y en el ir y venir constante, que en la prostitución de espacios tradicionales a merced del dinero.
A favor del dinero fácil, se habrán perdido puntos de encuentro, lugares donde la vida se vive
No sé si Anfos acabará desapareciendo o trasladándose a otro local donde, seguramente, ya no podrá ofrecer el mismo servicio, pero sé que si al final el dinero gana la partida, tanto los mallorquines como el propio gobierno lo acabarán lamentando. Del mismo modo que a los madrileños de toda la vida les duele que les hayan robado el Mercado de San Miguel. Del mismo modo que los valencianos recuerdan con nostalgia el Mercado de Colón rebosante de productos frescos de su tierra.
Y puede que cuando se intenten recuperar estos centros neurálgicos ya sea demasiado tarde. A favor del turismo y el dinero fácil, se habrán perdido puntos de encuentro, espacios con alma, reflejos de la tierra, lugares donde la vida se vive, en lugar de pasarnos por encima después de habernos cobrado por ello.