Feminismo y cocina son dos sustantivos que casan mal. De hecho son incompatibles cuando se pertenece a un género y una clase social invisibilizada. La cocina como ámbito de desarrollo profesional y personal sólo ha sido accesible a las mujeres hasta bien entrado el siglo XX, y en casos muy excepcionales, pues para lograrlo había que contar con un estatus y una formación vetada a la mayoría de ellas.
Reivindicar los trabajos de un grupo muy exiguo de mujeres que destacaron por sus trabajos en la escritura culinaria o entre fogones profesionales es un ejercicio de justicia histórica, pero no responde a la realidad de una mayoría que sobrevivió en el anonimato y al margen de la notoriedad.
Si hacemos un repaso rápido de algunos de los nombres de las mujeres que sobresalieron en el ámbito de la gastronomía —la condesa de Pardo Bazán; María Mestayer de Echagüe, marquesa de Parabere; Carmen de Burgos, alias Colombine; incluso Julia Child y M.F.K Fisher, esposa de diplomático e hija del propietario de un periódico, respectivamente— es fácil observar que todas ellas pertenecieron a las clases sociales más acomodadas, relacionadas con la intelectualidad del momento y alejadas del modelo de esposa y madre convencional.
Pardo Bazán o M.F.K Fisher pertenecieron a clases sociales acomodadas, relacionadas con la intelectualidad del momento y alejadas del modelo de esposa y madre convencional.
Pardo Bazán, escritora reconocida a finales del XIX y pionera del feminismo literario en España gracias a la colección Biblioteca de la Mujer, fue fiel a sí misma y a su libertad profesional y personal. María Mestayer fue la hija de un cónsul francés y la nieta de un rico banquero bilbaíno, una gran erudita gastronómica, no siempre reconocida por sus coetáneos masculinos como Bardají o Rondissoni.
Colombine mantuvo un difícil equilibro entre sus trabajos periodísticos —su prioridad— y los escritos dirigidos a un público femenino pudiente que le aportaban ingresos extras y más de un ataque misógino. Child descubrió a la sociedad estadounidense la cocina francesa y el entretenimiento televisivo, pero no estuvo exenta de ataques feministas cuando se la acusó de fomentar un prototipo de ama de casa americana perfecta y entregada que prepara boeuf bourgignon a su marido como ejemplo de eficacia absoluta.
Child no estuvo exenta de ataques feministas cuando se la acusó de fomentar un prototipo de ama de casa americana perfecta.
A Fisher le debemos una visión más antropológica de la cocina y sus ensayos demuestran que la gastronomía no es “algo insignificante”, sino la puerta de entrada a uno de los ámbitos de estudio más completos, una disciplina humanística de primer orden.
Pero ninguna de ellas sintió la cocina como esa obligación diaria que esclaviza. Escribieron para mujeres lectoras, ya de por si un privilegio, que formaban parte del grupo de las denominadas “mantenidas”, apelativo humillante donde los haya, para las que tenían como misión en la vida la reproducción y como tarea “sus labores”, sin horario ni retribución y la mayor parte de las veces, aisladas.
Un dato que Caroly Steel, en el libro Ciudades hambrientas, no pasa por alto, una “significativa asociación entre mujer, alimentación, tabú y ocultación que se observa en el espacio de una cocina urbana”, siempre minúsculo y alejado del núcleo familiar desde que se perdieron los hogares de leña.
Para muchas mujeres, hasta bien entrados los años setenta, no existía más literatura gastronómica que los manuales de cocina de la Sección Femenina.
Con unas tasas de analfabetismo muy altas, para estas mujeres, hasta bien entrados los años setenta, no existía más literatura gastronómica que los manuales de cocina de la Sección Femenina, utilizados en las escuelas dentro de la asignatura Economía Doméstica, y el libro español más reeditado en el siglo XX denominado Carmencita o la buena cocinera, de Euladia Martorell que se añadía a los ajuares de las novias junto a las sábanas bordadas.
Al feminismo, entre este nutrido grupo de señoras que empezó a ver la luz al final del túnel en la década de los setenta, ni se le conocía ni se le esperaba, y mucho menos que entrara por la puerta de la cocina. No es una cuestión de perspectiva, es una cuestión de clases.
En un delicioso libro de Laura Esquivel, Íntimas Suculencias, la autora de Como agua para chocolate narra su juventud de fuerte defensora de la igualdad de género y cómo, en aquellos momentos posteriores a la revolución parisina del 68, la cocina era la gran enemiga de la libertad de la mujer, algo que ya era evidente para la industria agroalimentaria que ponía al servicio de las amas de casa productos que les permitían “disfrutar de su tiempo”. Tiempo para conversar, salir, ir al cine… Tiempo para vivir con el permiso de una industria que encontró el filón en la opresión.
A día de hoy, algunas de estas mujeres (las últimas pertenecen a la generación del baby boom) no dan crédito a lo que observan. Las que vivieron lo que hoy es un divertimento, una forma de ascensión social, un espacio de encuentro cultural o, incluso, de activismo político, se hacen cruces ante la falta de objetividad con la que se les juzga en aras de un feminismo de boquilla que las utiliza como bandera o como reclamo editorial.
La adaptación a los recursos, siempre escasos, es una gran escuela, pero sus logros no son, necesariamente, memorables.
Muchas de ellas tienen conocimientos culinarios, simple y llanamente, porque la necesidad obliga. La adaptación a los recursos, siempre escasos, es una gran escuela, pero sus logros no son, necesariamente, memorables ni tienen por qué ser sublimados.
Hay platos tradicionales —gachas, poleás, sopas escaldadas, pobres migas viudas, harinas de algarrobas o de almortas— que no son ninguna exquisitez, pues su función fue matar el hambre y a día de hoy, juzgadas con objetividad, servirían para alicatar cuartos de baño, promover actividades culinario folklóricas o escribir necesarios libros de antropología de la alimentación como los de David Conde y Lorenzo Mariano.
Otras, no son necesariamente las depositarias de un patrimonio gastronómico inmaterial infinito y de valor incalculable, puesto que el recetario que manejaban era simple, corto y repetitivo. La mayoría de ellas han empezado a conocer y a encontrarle el gusto a la cocina con los programas de Arguiñano.
El falseamiento de la realidad no ayuda a la hora de enfrentarse a una cocina doméstica que alimenta a una familia diariamente donde no hay más regla que la supervivencia y la adaptación.
Lo que sí saben todas es que Cocinar era una práctica, como bien titula su libro la antropóloga y profesora sevillana Isabel González Turmo, no tiene nada ni de glamouroso ni se aprende con la “vida contemplativa” a la que nos hemos acostumbrado en las pantallas que nos rodean. Incluso provocan el efecto contrario: tanta perfección abruma y aleja a los novatos.
El falseamiento de la realidad no ayuda a la hora de enfrentarse a una cocina doméstica que alimenta a una familia diariamente donde no hay más regla que la supervivencia y la adaptación: al bebé melindroso, la adolescente anoréxica, al alérgico, al hipertenso, al diabético, al enfermo oncológico, a la inflación, a la decrepitud, la soledad, la depresión…
Pensar que esa cocina es liberadora, aun en el caso de que la ejerzan, por fin, los hombres, es perpetuar la injusticia. Lo único que estas mujeres quieren es un sueldo por su trabajo. Como todo el mundo. Con una renta básica y una pensión al final de sus días se hubieran sentido reconocidas y recompensadas. Los homenajes póstumos, los abrazos y los libros de cocina dedicados a tu abuela, mejor ahórratelos.