Me interesan las periferias. Las periferias geográficas, las periferias mentales, las periferias mediáticas. En las cocinas alejadas del centro común denominador suelo encontrar raíz, historia y sabor. Suelo encontrar una gastronomía natural y auténtica, muy poco impostada. Me pasa en Barcelona, me pasa en Cataluña y me pasa en el resto de España. Si yo fuera asquerosamente rico y pudiera permitírmelo, probablemente también me pasaría en el mundo entero. Pero la vida, o sea, el bolsillo, no me da. Así que mi opinión y mis ejemplos se quedan en casa.
Lo veo y lo sufro porque vivo en una ciudad de alma gastronómica centrifugada. Una rosquilla de realidad ciudadana. La Barcelona de las personas ya apenas existe cuando recorres el centro, convertido —también en lo gastronómico— en un esqueleto urbanístico carcomido por una maraña de locales sin alma. Cartas estandarizadas, fotocopiadas. Cocinas sin raíz y sin encaje con la historia de la tierra que pisan. No son todos, pero sí son mayoría. Y tengo la jodida impresión de que los pocos que quedan… se están batiendo en retirada.
En las cocinas alejadas del centro común denominador suelo encontrar raíz, historia y sabor.
Pero los centros no son simplemente lugares geográficos, también son un estado mental. Son un punto de referencia común consensuado, y soy consciente de que el centro es tan inevitable como necesario. Pero déjame reivindicar la aventura feliz de la exploración cercana. Esta aventura sencilla puede empezar en nuestro alrededor inmediato. La mayoría de nosotros no vive en el centro. La mayoría somos gente de pueblo, de ciudad pequeña, gente de barrio.
El fenómeno de lo interesante sucede lejos de los ejes turísticos y mediáticos. Lo vivo también cuando recorro el país de punta a punta, dos o tres veces al año. Tenemos el paisaje llenito de restaurantes donde se come riquísimo, con cocineros que conocen el careto del que les cultiva la lechuga y de quien les pesca las gambas. Estos restaurantes, como pasa en los de barrios o municipios de la Barcelona periférica, como Hostafrancs, Santa Coloma, l’Hospitalet o la Zona Franca, también suelen estar abarrotados. Repletos de exploradores y de personal autóctono. Porque la gente de los pueblos es de pueblo, pero no gilipollas. Y saben a dónde van. La gente de barrio somos de barrio, pero no somos gilipollas y sabemos a dónde vamos. ¿Te molesta la palabra? Te falta calle, muchacho.
La gente de barrio somos de barrio, pero no somos gilipollas y sabemos a dónde vamos.
Casos como el de Ca l'Ignasi en la sierra del Collsacabra, con su cocina singularísima y su biblioteca gastronómica ubicada en plena sala. O Lera en Castro Verde de Campos, donde Luís y familia han defendido la excelencia de la cocina de caza a 70 km de la capital más cercana, que resulta ser Zamora: ciudad pequeña y capital de una tierra hermosa tan a menudo tristemente olvidada. O Vita, cocinera en el Mesón Lebrel de Mérida y sus recetas centenarias.
También María Nicolau en El Ferrer de Tall con su cocina de resistencia cuya esencia ha quedado destilada negro sobre blanco en el librazo Cocina o Barbarie que como una ola llegó a nuestra vida, como una ola de fuerza desmedida. Diego López de La Molinera, en Lalín, donde el cocido alcanza una dimensión estelar que jamás será estrellada. Es injusto nombrar solo a unos pocos, pero me sirven como ejemplo de la riqueza que nos espera en cuanto salimos a pasear el paladar fuera de las zonas más trilladas.
Date una vuelta, pégate un garbeo. Abandona el ombliguismo capitalino. Y cuando puedas, aprovecha para visitar a los que transforman la materia prima en ingredientes. Paradoja gastronómica: son el origen de todo y a la vez son la periferia de la periferia. Queserías, granjas, obradores, huertos, bodegas, lonjas… de ahí viene todo lo bueno. Vale la pena, están ahí. Al alcance de tu mano.