Hace pocos días que leí la noticia y aún no salgo de mi asombro: La Boquería se renueva junto a La Rambla porque quiere recuperar al cliente local. Quizás porque un pesimista es un optimista con experiencia, pongo muy en duda que este objetivo se vaya a cumplir después de más de tres décadas en las que el mercado barcelonés por excelencia se transformara en el gran reclamo turístico de la ciudad convirtiéndonos a todos, clientes y paradistas, en figurantes de una escenificada “cultura mediterránea” del buen comer.
Recuerdo en estos días aquel famoso reclamo de finales de los ochenta —Vine al mercat, reina!— y me doy cuenta de que el tiempo pasa deprisa y se lleva por delante lo obsoleto, a saber, la pescadera rubia del delantal bordado sobre pechera protuberante que vociferaba el eslogan (la profesional del pescado), la mestressa bregada en mil batallas culinarias (la profesional de la cocina doméstica) y hasta la mismísima zarzuela de pescado de los domingo en familia (la receta del dispendio gastronómico en las casas burguesas de los ochenta).
El mercado barcelonés por excelencia es el gran reclamo turístico de la ciudad, convirtiéndonos a todos, clientes y paradistas, en figurantes de una escenificada 'cultura mediterránea' del buen comer.
Estos eran los tres pilares del mercado: los vendedores de casta, las cocineras de raza y la propia cocina doméstica. Y si me apuran, las propias estructuras familiares y sus rituales entorno a las fiestas religiosas o laicas que el grupo repetía sin ser conscientes del código comestible que les unía, o les asomaba al abismo de la ruptura cuando estos se estrellaban contra algún escollo de evolución generacional.
No hay que ser un avispado sociólogo para saber que cuando veías a tus vecinos llegar a ca la sogra con un tortell en mano los lazos familiares y las identidades culinarias se estaban perpetuando a golpe de cazuela de fricandó, de bandeja de canelones o de pollo rustido con ciruelas rematado con un buen pastel de nata y abundante cava.
Ante un evento culinario de cierto calibre, se requería un producto excepcional y una determinada puesta en escena que empezaba con una visita al mejor mercado de la ciudad.
En esta sutil red de conexiones interpersonales que cada familia o grupo tejía el mercado jugaba un papel fundamental. Las comidas de diario se resolvían de una forma menos formal, improvisando cuando hiciera falta, o, incluso, no darse en el ámbito familiar, sobre todo a partir de la década de los setenta. Pero, ante un evento culinario de cierto calibre, se requería un producto excepcional y una determinada puesta en escena que empezaba con una visita al mejor mercado de la ciudad.
Probablemente, y para que todo saliera a pedir de boca, la señora de la casa iría al mercado donde tiene a su confidente, proveedora y cómplice que le recomendaría la mejor llata de vedella, seguramente acompañada del marido sherpa, el porteador para las grandes ocasiones, y el que saca con orgullo la Visa que lleva en la cartera junto a la foto de los nietos y el carnet del Club de Polo.
Pero, la iaia se rompió la cadera hace ya unos años y ya no está para tanto trote. El mercado ya no le apasiona porque le estorba tanto “inoportuno visitante” abarrotando pasillos y entradas, tiene miedo de los merodeadores y lleva el bolso incrustado en las costillas, así que cada vez la reina del eslogan del mercado municipal de los ochenta cocina menos, ergo compra menos o se abastece en un súper de la zona alta bien iluminado con productos bio.
Para resolver el pequeño conflicto familiar sobre quién, cómo y dónde celebrarán el santo de la iaia los hijos tiran de cátering, un cátering carísimo de algún chef de renombre, y se acabó el dilema.
El problema de fondo no es ese pobrecito guiri al que le han dicho que el mejor 'fish and chips' lo hacen en La Boquería junto a un montón de frutas tropicales propias de una playa caribeña
Caricaturas al margen, el arrepentimiento, paso atrás, revelación tardía o muerte anunciada por sobredosis de éxito no va a solucionar el problema de fondo, que no es ese pobrecito guiri de chanclas al que le han dicho que el mejor fish and chips lo hacen en La Boquería junto a un montón de frutas tropicales propias de una playa caribeña incrustada en un barrio multicultural.
Todos somos turistas en alguna ocasión y a todos nos han colado algún engrudo como emblema comestible y nos hemos ido tan felices pringándonos los dedos. El problema es que los mercados se mueren y punto. La sociedad que los vio nacer ya no existe. La iaia y su fricandó ya están criando malvas.
La cocina doméstica agoniza, desaparecerá en pocas décadas substituida por mil formas de aprovisionamiento —comida para llevar de restaurante, supermercado o tienda, cocinas públicas de diferentes tipos— con la consiguiente merma de conocimientos gastronómicos que, a su vez, abrirán la veda a toda clase de abominaciones comestibles que camparán a sus anchas auspiciadas por un público ignorante sin criterio gustativo ni referentes.
El problema es que los mercados se mueren y punto. La sociedad que los vio nacer ya no existe. La 'iaia' y su fricandó ya están criando malvas, la cocina doméstica agoniza.
La cocina, la de verdad, la que implica conocer bien el entorno, las formas de producción y las características de los productos, las técnicas a dominar para la buena —añadan sostenible y saludable, además de económica— gestión de los recursos alimentarios de los hogares —despensa y nevera— y la armazón cultural en la que se han desarrollado todas las elaboraciones que a día de hoy consideramos como nuestro patrimonio gastronómico, hace aguas.
Los pocos que la sostienen, porque hacen negocio con ella, son las instituciones, la restauración pública o los grupos de activistas de la alimentación, generalmente profesionales liberales con un alto poder adquisitivo y un buen nivel de formación, además de una fe inquebrantable en el poder transformador de la comida, la buena comida.
El resto se ahoga en un mar de información confusa, una ciénaga de intereses mayúsculos que se extiende hacia las redes sociales con su mejor sonrisa.
Los mercados, como la propia cocina, no pueden sobrevivir convertidos en espectáculo. Tarde o temprano la obra envejece y el público se aburre.
Si además de esto, el mercado se percibe como un escenario para eventos varios, un parque de atracciones etnográficas —mis nuevos alumnos de primero de grado de Ciencias Gastronómicas jamás ha pisado uno de ellos—, un lugar exótico con unos personajes peculiares que viven en “la frontera” (eso que llama “el rural”) con tierra, animales y estiércol o un lugar de alimentos frescos de lujo —Josep Mulet los llama delicatessens agrícolas— lo más probable es que el cliente de producto fresco desaparezca y el mercado sucumba a la llegada de cualquier grupo de coreanos dispuestos a comerse un cucurucho de buñuelos de bacalao revenidos.
Los mercados, como la propia cocina, no pueden sobrevivir convertidos en espectáculo. Tarde o temprano la obra envejece y el público se aburre.