Es imposible no generar expectativas. Para mí es muy difícil salir a vivir una experiencia gastronómica y no emocionarme, no tener una ilusión especial, no aguardar con ganas la fecha de la reserva. No esperar algo de lo que va a suceder, al fin y al cabo.
Mientras bebo el último trago de la copa de vino que cierra la degustación en mi visita a uno de los considerados templos del producto de este país, abro las notas del móvil en las que he ido apuntando observaciones durante la comida y escribo al vuelo una pregunta “¿puedo aprender a domar la expectativa?”. Bloqueo el móvil y lo guardo en el bolso, creo que ya no tengo nada más que añadir. Miro a mi alrededor en lo que ha sido una sala repleta, un llenazo que no puedo entender. Estoy perpleja, atónita.
“¿Puedo aprender a domar la expectativa?”
He disfrutado, claro que sí: del escenario y de la compañía, del servicio que han brindado los profesionales que nos han atendido en sala, de la propuesta de vinos y de las referencias que hemos probado… y, no me malentiendan, no he comido mal. Pero el que debía ser el fuerte de esta degustación –en realidad, el motivo por el que hemos venido hasta aquí– ha resultado un pinchazo tremendo. Escandaloso, más bien.
Cuando la sobremesa termina, las copas se acaban, se baja el telón y el bombo y platillo de la excitación quedan acallados, regreso a casa con una sensación que me incomoda: tengo pegada a mí la impresión de que me han engañado. Y aunque intento repetidamente obviarla y enfocarme en todo lo que sí ha salido bien, no lo consigo. Pasan los días y nada, no me conformo con pensar que, sencillamente, aquello no era como me lo habían contado. Quiero entender por qué se me hace bola este sentimiento que rumio y rumio, pero no consigo tragar.
«No me conformo con pensar que, sencillamente, aquello no era como me lo habían contado»
Normalmente pienso y trato de valorar muy bien hacia donde me llevan mis pasos cuando salgo a comer, aún más cuando hacerlo supone hacer un gasto que se sale de la media de mi presupuesto habitual. Esta parecía una inversión segura por ser este uno de esos restaurantes que, de verdad de la buena, por unanimidad, merecen el viaje, el tiempo y la pasta que cuesta pagarlos. Me creí aquello de que, en algunas ocasiones, más dinero ofrece más garantías. Error.
Sin embargo, no creo que el cocinero y responsable del restaurante haya podido, por sí mismo, generar toda esta expectativa. Suya era la responsabilidad de cumplir con el nivel que se espera del precio pagado y de la fama que le precede, pero este argumento, por sí mismo, no me satisface. Al fin y al cabo, él posicionó un concepto que otros han comprado, es un éxito como empresario.
Alimentar una burbuja de expectativas sobre un restaurante es también responsabilidad de los comensales que ya pasaron por allí. Quizás han sido estos mismos quienes, quizás a base de repetírselo, han terminado creyendo algo que no es cierto. Más aún, de los profesionales de la comunicación gastronómica cuyo trabajo se proyecta casi como una prescripción. Sigo por este camino y, entonces, doy con la tecla: ¿será que nos hiere en nuestro orgullo de clientes marcharnos decepcionados de donde otros se fueron encantados y tener que reconocer que a nosotros no nos gustó? ¿quién es el valiente que pincha la burbuja? ¿vas a ponerle tú el cascabel al gato?
«¿Quién es el valiente que pincha la burbuja?»
Como y bebo fuera de casa por placer o por necesidad, pero también lo hago para experimentar y entender mejor algunas cuestiones entorno a la cocina que me interesan enormemente. Cultura, paisaje, identidad, historia o territorio son algunas de ellas. Experimentar esta pegajosa sensación de engaño de la que me ha costado liberarme ha terminado resultando esclarecedor para reafirmarme en mis propios intereses. Sin esperarlo, me ha proporcionado la llave de una puerta que necesitaba atravesar y que me lleva a concluir que no quiero que el objeto mi búsqueda, mi disfrute y mi consumo, de mi experimentación como comensal, dependa de donde pusieron otros el punto de mira, los aplausos y el dinero de su cartera.
Voy a hacer crecer mi bagaje gastronómico corriendo en dirección contraria al dogma, a las verdades absolutas y a lo incuestionable. ¡Al revés! Quiero cuestionármelo todo para llegar más lejos: más allá de la religión de «el mejor restaurante» de lo que sea, de las mesas de visita cuasi obligatoria, de las «paradas imprescindibles» para poder tener un pasaporte en el mundo de la gastronomía, para entrar en el libro de las gastrónomas con arrestos.
Regreso, meses después, a la pregunta que escribí en aquel comedor el otoño pasado: «¿puedo aprender a domar la expectativa?». Y me respondo, por fin: puedo liberarme, lograr que las expectativas no me cieguen y aprender, poco a poco, paso a paso, a domar este animal salvaje que habita el mundo gastronómico.