Hace unos días, cuando hacía unas compras rápidas en un supermercado, me detuve frente al mostrador de pescado. Mientras curioseaba la variedad de especies expuestas y sus precios, el pescadero, que segundos antes estaba entretenido hablando con uno de sus compañeros de trabajo, me abordó. “Buenos días, ¿vas a querer algo? Hay de todo”, dijo.
Yo, que me había detenido en un envase de plástico que tenía rotulado la palabra angulas dudando de si era cierto lo que estaba viendo, o había leído mal y se trataba del clásico sucedáneo compuesto por pasta de pescado y un baño de alginato, no pude más que contestar un: “Ya lo veo, tienen hasta angulas”. El pescadero, muy amable, me explicó que las tenían en oferta, pero que el paquete en realidad estaba vacío y que había que encargarlas. No podían arriesgarse a que se echaran a perder si no las compraban.
Pronto se envalentonó y continuó diciendo que él no le hacían mucha gracia, pero que era temporada y que pese a su precio —no alcanzaban los 80 euros los 100 gramos— era un capricho que “nos podemos permitir”. Esas palabras no dejaban de resonar en mi cabeza en forma de pregunta. ¿Nos lo podemos permitir? Me repetía una y otra vez, aunque ya sabía la respuesta.
La sabía desde diciembre, cuando leí la triste noticia de que el número de angulas en las costas del Cantábrico ha caído: de cada 100 que llegaban hace 40 años, ahora lo hacen apenas 9, lo que sitúa a la especie en peligro crítico de extinción. Esa caja vacía era en realidad una premonición. El fantasma de las Navidades futuras en forma de bandeja de plástico y film coloreado. La respuesta era no, no nos lo podemos permitir.
En España somos expertos en comernos el futuro. Somos uno de los pocos países que comemos cordero y cochinillo lechal y los únicos que comemos crías de anguila.
En España somos expertos en comernos el futuro. Somos uno de los pocos países que comemos cordero y cochinillo lechal y los únicos que comemos crías de anguila. No es que todo el peso de esta grave situación recaiga en nosotros, también el consumo de los ejemplares adultos en edad de procrear es un impedimento para que la vida se abra camino. Pero lo cierto es que encontrarlas en el supermercado sabiendo lo crítico de la especie nos convierte en bárbaros y todos los sinónimos de esta palabra que el diccionario recoge.
Desde que leí aquella noticia no es extraño que me tropiece en las redes sociales con fotos de algún gourmet que entre caviar y champagne, también se embucha algún platillo de angulas. Entonces me invade la rabia y la frustración. No consigo entender que una persona que se supone que disfruta de los placeres gastronómicos mire para otro lado mientras se lleva a la boca el tenedor.
Observo con estupor el carrusel de fotos de un menú degustación enteramente compuesto por este ingrediente que alguien ha subido desde un reconocido restaurante de Madrid.
Pero entiendo menos que quien se gana la vida preparando alimentos, trabajando con ingredientes vivos y muertos, tenga la mira tan corta que no se dé cuenta de su elección. Observo con estupor el carrusel de fotos de un menú degustación enteramente compuesto por este ingrediente que alguien ha subido desde un reconocido restaurante de Madrid.
Pienso en los seteros profesionales que se preocupan de esparcir el micelio cuando recolectan para poder seguir gozando de su afición. Pienso en los cazadores de verdad, los que se preocupan de cuidar el campo y de no tirar a determinadas piezas para garantizar el futuro de sus presas. Ambos disfrutan y nos hacen disfrutar a nosotros, los consumidores, arrebatando algo a la tierra, pero sin perder el foco en la sostenibilidad de su actividad. Ya sea por dinero, ya sea por pasión, ya sea por visión y comprensión.
En muchas ocasiones la línea que separa el lujo del común de los mortales es la disponibilidad o escasez de un producto. En cocina, sobre todo en lo que denominamos alta cocina, por aquello del lujo, se debería reflexionar sobre si la exclusividad de ciertos ingredientes está vinculada a su dificultad para conseguirlos sin que suponga un riesgo para su continuidad, como ocurría con las trufas antes de su cultivo; o si el capricho del comensal y el cocinero está cimentando el fin de una especie.
Las esperanzas se deshacen como cenizas cuando una ve que en las cuotas de pesca aprobadas por la Unión Europea esta temporada la anguila sigue estando presente.
Es de esperar que ante una situación así, ante las advertencias de la comunidad científica, la alarma ascienda y las autoridades correspondientes actúen. Pero las esperanzas se deshacen como cenizas cuando una ve que en las cuotas de pesca aprobadas por la Unión Europea esta temporada la anguila sigue estando presente. Esta especie tiene mucho a lo que enfrentarse: los depredadores, las presas, las turbinas hidroeléctricas, el mercado negro asiático y el tenedor.
Hace unos días comí la que posiblemente fuera la última anguila de mi vida. Al menos seguro que la última adquirida por mi, pues muchas veces no tengo poder sobre lo que voy a comer en un restaurante. Me había preparado una tostada con una porción ahumada que había comprado en un ahumadero de Barcelona meses atrás, cuando todavía vivía en la ignorancia. La compré con una ilusión tremenda porque es un producto que he consumido ocasionalmente y siempre he disfrutado mucho y porque el proyecto que tienen en Rooftop Smokehouse me parece brillante y, de algún modo, ir hasta su precioso y escondido local y comprar in situ era como una peregrinación que acrecentaba el deseo.
La guardé durante un tiempo, como hace cualquiera con algo especial, buscando el momento perfecto de compartirla con amigos o familia. La fecha de vencimiento se acercaba y no tuve más remedio que darle salida e intentar honrarla lo mejor posible comiéndola. Mientras preparaba esa tostada la culpa empezó a brotar por dentro, sentía que estaba actuando mal. Placer culpable, se podría pensar, pero la primera parte había desaparecido y no había fruición. Toda la ilusión que había depositado en ese pescado sin escamas prohibido en algunas culturas se transformó en una sombra gris que impedía que disfrutara del bocado.
Los consumidores, nosotros, tenemos el poder de hacer entrar en razón a los que se resistan a la evidencia. Si no se demanda, no se vende.
Porque no nos podemos permitir consumir por capricho los alevines de una especie que está por debajo de su umbral biológico, pero tampoco tiene sentido que nos comamos a los ejemplares adultos. No ahora. Nadie se comería un estofado de lince ibérico, argumentaba Andoni Luis Aduriz, haciendo un llamamiento a desterrar las angulas de los menús desde la organización de cocineros Euro-Toques y, aunque no todos los miembros se han acogido a la propuesta, están luchando por concienciar a sus colegas. A esta iniciativa también se ha sumado la asociación de hoteles y restaurantes Relais&Châteaux.
Los consumidores, nosotros, tenemos el poder de hacer entrar en razón a los que se resistan a la evidencia. Si no se demanda, no se vende. Es un axioma, no hay vuelta de hoja posible. Si deja de existir nunca más se podrá disfrutar.