Ana Pinto y Najat Bassit son jornaleras y se conocieron recogiendo arándanos en un invernadero de Huelva. Ese encuentro fue el germen de lo que hoy es Jornaleras de Huelva en Lucha (JHL), una organización referente en la denuncia de los múltiples abusos que las empresas cometen contra las trabajadoras de la fresa y del fruto rojo.
En 2020, durante la época en que JHL iba tomando forma, el relator de la ONU Philip Alston llegaba a los campos de Huelva. Tras ver las chabolas donde malviven los inmigrantes que recogen fresas, sin agua ni luz, declaró que sus condiciones de vida eran peores que las que había visto en los campos de refugiados.
Ya dos años antes de la visita de Alston se había publicado la investigación internacional que destapó el escándalo de los abusos sexuales y violaciones a trabajadoras marroquíes de la fresa en los campos onubenses. Sin embargo, nada de esto parece que fuera suficiente para movilizar a los responsables, empresarios, políticos o sindicatos, ni que mejorase la realidad de las temporeras, autóctonas o migrantes.
Violencia para acelerar la productividad
Pinto, que tras dieciséis años como jornalera le cerraron las puertas cuando empezó a denunciar, cuenta en el libro Abramos las cancelas. La lucha de las jornaleras de Huelva por otro modelo de agricultura que JHL nació de la rabia, la desesperación y la indiferencia que hacia esta situación de explotación laboral demostraban sindicatos y administraciones públicas.
Bassit, por su parte, tras catorce años escuchando gritos y amenazas sistemáticas de jefes y encargados contra ella y el resto de sus compañeras marroquíes, estaba deseando contar la realidad de lo que pasa en su trabajo diariamente.
Una realidad que está marcada sobre todo por la productividad. Para acelerarla, explican las afectadas, usan todo tipo de violencias psicológicas como amenazas y chantajes y estrategias de presión como las listas de productividad, que controlan los kilos que se recogen y que algunas empresas cuelgan a la vista de todos. A quienes estén al final de la lista, además de la humillación pública (y la violación del derecho a la intimidad), se les amenaza con el despido.
Estos niveles altísimos de competitividad y tensión generan a su vez otras situaciones de riesgo. Para no perder tiempo las jornaleras evitan ir al baño (que puede estar a quince minutos) o ir a beber agua (llevar una botella está prohibido) cuando las temperaturas en un invernadero superan los 40 grados.
Las condiciones de trabajo
Aunque los abusos laborales no distinguen entre autóctonos y migrantes, la posición de las mujeres que vienen de Marruecos es aún peor. Y lo es porque el mecanismo de la contratación en origen que ha creado la ley española es, desde su concepción, racista y sexista, como denuncia JHL.
Que merezca tales calificativos se debe a la clase de condiciones que, en ocasiones, se requieren para ir a trabajar a Huelva: deben ser mujeres, porque se considera que serán más dóciles, y con hijos pequeños, porque tener obligaciones de cuidados garantizaría que no se quedaran en España.
Este punto de partida, sumado a que a su llegada descubren que, en muchos casos, no se les da el alojamiento o la asistencia sanitaria acordados en el contrato, les retienen el pasaporte o limitan sus movimientos para que no salgan de las fincas, las convierte en personas extremadamente vulnerables.
Vivir aisladas en medio de los campos, sin iluminación y lejos de lugares habitados, amplía aún más el terreno para que se produzcan todo tipo de abusos. Es frecuente que les ofrezcan un empadronamiento, un alquiler, o llevarlas al pueblo a hacer la compra a cambio de sexo.
El sistema agrícola industrial
¿Cómo es posible que en el campo onubense se entrelacen tantos tipos de violencia contra las mujeres? La respuesta está en el propio sistema de agricultura industrial que no puede existir sin generarlas. Y que se repite, con el mismo patrón, allí donde se implanta este modelo a base de monocultivos.
Nazaret Castro, que formó parte de la Brigada Feminista de Observación en Huelva, explica en declaraciones para Hule y Mantel que “no sería posible el desarrollo agroindustrial en Huelva sin la violencia, que no es solo contra los cuerpos, sino también contra los territorios y contra la naturaleza, como evidencia el caso del agua”.
Las 11.000 hectáreas donde se concentra la industria de la fresa, entre municipios como Almonte, Palos de la Frontera o Moguer, es un área cercana al Parque Nacional de Doñana. Y el agotamiento de sus humedales está directamente relacionado con las grandes cantidades de agua que necesita la fresa para crecer rápido, como exige el modelo.
Parece un sinsentido que una zona tradicionalmente de cultivos de secano, como la vid o el olivo, se hayan decidido sustituir por otro de regadío en un lugar en el que el agua es un recurso escaso. Como dicen las jornaleras: “Al exportar fresa, estamos exportando agua, cuando eso es algo que no nos podemos permitir”.
La solución, sin embargo, no pasa por dejar de comprar fresa de Huelva, que es quizá lo primero que se nos viene a la cabeza. “Como consumidores tenemos un potencial de incidir, pero es limitado si no se apoya también con medidas de presión política”, dice Castro. Y añade: “Para que haya cambios estructurales hay que impulsar una transición agroecológica y facilitar alternativas laborales para las personas de la provincia”.
Habría que replantearse quién se está comiendo a quién. Si somos nosotros los que comemos fresas o si son las fresas las que nos devoran a nosotros, nuestros derechos, nuestra dignidad, la tierra, el agua.