Justo antes de la pandemia mundial, con 96 años de edad, Diana Kennedy cargó su coche de libros y los llevó de Michoacán hasta la Universidad de San Antonio, en Texas. No se fiaba del correo. Tampoco de dónde o con quién pudieran terminar. "Los recetarios fueron mis compañeros de por vida, odio renunciar a ellos", dijo entonces. Rotunda, decidida e independiente, como siempre se mostró, logró su objetivo. "Quería que estuvieran en una biblioteca, no en manos de un chef mediocre o de ciertos autores de libros de cocina a los que no admiro". Hoy, en la universidad no solo preservan, además digitalizan su legado para hacer de este una fuente de conocimiento universal. Entre ellos, primeras ediciones del Diccionario de Cocina (1845; con flores de antaño prensadas en su interior) y La Cocinera Poblana (1877).
Diana Kennedy nació en Reino Unido el 3 de marzo de 1923 y ha muerto hoy 24 de julio en Zitácuaro, Michoacán, a los 99 años. Fue una de las máximas autoridades en el patrimonio culinario y gastronómico de México, lo protegió e hizo de él el eje de su vida. Recopiló recetas escritas y recetas orales, domésticas y populares. "Detrás de cada receta hay una historia", nos enseñó y con su camino nos mostró que hay otras sendas transitables en la divulgación gastronómica.
Se enamoró de México y su comida en 1957, después de casarse con el corresponsal del New York Times Paul Kennedy, al que había conocido en Haití. Juntos se instalaron en Ciudad de México, donde comenzó a estudiar de manera ardua la despensa local y a coleccionar recetas. Nueve años después, se trasladaron a Nueva York, donde Paul falleció a causa de un cáncer. Por medio de Craig Claiborne, responsable de la sección culinaria del NYTimes, impartió clases de cocina mexicana.
En 1972 publicó Las cocina de México, que sigue siendo tan valorado como entonces, aunque no fue tarea fácil. El editor de Harper&Row iba y volvía a verla y en cada viaje reafirmaba que no le gustaba la comida mexicana. Fran McCullough, que llevaba la poesía de la editorial, insistió. Ella se abrumó pero lo intentó. Tras entregar el primer borrador, algo abochornada, volvió a México con el convencimiento de que no sabía escribir. Tras semanas documentando y aprendiendo, rompió su manuscrito y emprendió la obra que finalmente se publicaría, siempre con la escritura de su paisana Elizabeth David en la cabeza (la gastrónoma que descubrió la mesa mediterránea a los británicos).
Volvió a México e instaló su residencia definitivamente en Michoacán, aunque no dejó nunca de viajar y difundir en EE.UU la cultura de su país adoptivo. A partir de entonces, escribiría toda la vida, con una rutina diaria que incluía su hora del té y tres o cuatro horas de escritorio cada tarde. Escribió cientos de artículos y nueve libros que son considerados vademécum, entre ellos, El arte de la cocina mexicana; México – Una Odisea Culinaria; Lo esencial de las cocinas mexicanas; y Recetas del alma (Nothing Fancy). Estos tres últimos traducidos por Plaza y Janés.
Fue una gran conocedora del entorno medioambiental y de la botánica, sobre todo de México, de ahí su empeño en la reivindicación de los ingredientes autóctonos. Recibió durante toda su larga vida el reconocimiento de los lectores, de las editoriales y de las instituciones. Entre todos los premios, cabe subrayar la Orden del Águila Azteca del Gobierno de México y la Orden del Imperio Británico por su labor como promotora de las relaciones entre ambos países. Además, fue nombrada investigadora académica de la Sociedad Mexicana de Gastronomía. Será recordada por su erudición, su entusiasmo y su genio. La seguiremos leyendo. DEP.