A estas alturas, cualquier amante de la gastronomía habrá oído hablar de A fuego lento dirigida por Tran Anh Hung, la película que representará a Francia en los Óscar de 2024, una versión cinematográfica y libre de la novela de La vie et la passion de Dodin Bouffant, gourmet de Marcel Rouf, publicada en 1924.
El film, presentado en primicia en el Festival de Cannes de 2023, desbancó a su competidora, Anatomía de una caída, y ha sido acogida por la crítica con alabanzas a la potencia visual de la cinta y la interpretación de sus protagonistas. Pero, ¿es realmente A fuego lento tan solo una “comedia romántica entre fogones” o es la mejor campaña de marketing que la cocina gala ha tenido en muchos años?
Conversaciones de gastrónomos
Sentada en mi butaca, no puedo evitar ciertas reflexiones al hilo de esta maravillosa obra que deja extasiado al espectador. Ciertamente, la primera escena es tan bella que nadie puede negar en ese instante que la cocina no sea ese arte efímero que apela a todos los sentidos, tal y como lo afirmaba Savarin en el tratado Fisiología del gusto, cuyas meditaciones sobrevuelan todos los diálogos y son el trasfondo intelectual de esta película.
Porque, si bien es cierto que las imágenes y los gestos hablan por si solos, en esta película de tenue hilo argumental, las conversaciones entre los personajes son tan suculentas como los platos que se degustan. Apenas hay interacción entre ellos que no lleve adherida una reflexión sobre la gastronomía.
Cada uno de ellos, desde la cocinera a los amigos de Dodin Bouffant, pasando por la hija de los hortelanos de la finca, aportan un conocimiento tan profundo sobre la técnica culinaria, las materias primas o los grandes cocineros del siglo XIX francés que los eleva a todos, sin excepción, a la categoría de gastrónomos.
El arte de la cocina francesa
A fuego lento, deja de ser en este momento una película de tema culinario al uso donde la gastronomía es tan solo el marco de una historia para ser el centro y el eje de su narrativa. Cualquier otro tema —el amor, la amistad o el paso del tiempo— es secundario o está supeditado al objetivo principal: presentar el arte culinario francés como la expresión más excelsa de la belleza, la perfección y la sensualidad.
Y todo esto, a pocos meses del comienzo de los Juegos Olímpicos en París. Voilà! He aquí la última razón de ser de esta película que está dejando absorto a medio mundo.
Desde mi butaca me dejo llevar por las recetas que me muestra la pantalla, que he leído y explicado mil veces en clase. Me pregunto, incluso, ahora que estamos tan empeñados en dinamitar todo asomo de tradición pedagógica, si esta película no podría ser un material educativo perfecto.
Utilizarla como punto de partida para un debate necesario sobre cuáles han de ser los fundamentos del saber culinario sin los prejuicios que han estigmatizado a la gastronomía francesa como demodé, decadente y escasamente creativa.
Utilizar la cinta como recreación de una época de tránsito entre el Antiguo Régimen y la modernidad en el que la cocina francesa estaba viviendo un momento de esplendor gracias a esa burguesía adinerada y culta que ahondaba tanto en los procesos químicos de un postre como en la forma de conseguir la máxima calidad de los productos. Una sociedad volcada en lo que sería una de las formas más hábiles de presentar la grandeza de un país.
Respeto hacia el pasado y el producto
Durante toda la proyección, en las largas sobremesas y en los diálogos entre ambos protagonistas, uno se percata del respeto que se merece el pasado —en 1885 es Carême y Escoffier, el futuro— sin el cual nada avanza o lo hace sin referencias sólidas, desde la nada, desde la prepotencia del ignorante.
Toda la película es una defensa de la cultura gastronómica como ámbito de conocimiento complejo y multidisciplinar, una loa al disfrute, al hedonismo, con las recetas más sofisticadas y las más sencillas. Las cenas compartidas en la mesa rústica y desnuda de la cocina a base tortilla, pan y quesos son un canto al placer de las pequeñas cosas, siempre y cuando estas rocen la perfección de unos huevos tan delicadamente cocinados que no se merecen el roce de un cuchillo.
Aplaudo el guión de A fuego lento en la medida que, a pesar de que una de sus líneas argumentales sea el amor en la madurez, no se desvía un ápice del objeto de culto de la narración original, como ocurre con otras películas que han sucumbido al histrionismo, al show entre fogones como espacio de entretenimiento, al esperpento culinario.
Tomo notas mentales de los productos que veo sobre la mesa: célerí, rodaballo, carré de ternera, hierbas aromáticas, lechugas… Naturaleza muerta que la cámara dibuja y resucita como a un cuadro barroco al que se insuflara vida para que nos hable de su tiempo.
Hay un silencioso respetuoso en el momento en que Eugénie destripa y observa el hígado de un pescado, siento admiración por el ganadero que escoge, con total precisión, cuál será el corte perfecto para el pot au feu; por la pequeña gourmet, una simple niña hortelana que describe cada ingrediente de una receta con un don que la educación, la experiencia y la cultura potenciarán.
Cómo comunicar lo que se ama
Lo comparo todo, a sabiendas de que es odioso, con la campaña del Ministerio El país más rico del mundo para difundir los alimentos de España y siento disentir con el discurso oficial, como de homenaje tardío a los muertos.
Aunque existen varios vídeos creados ex profeso para la campaña, me parece infantil que para “poner el foco en los productores” españoles se utilice el recurso de un paisaje imaginado desde la distancia que provoca sensación de irrealidad explicado, con un lenguaje pobre y lleno de tópicos, por un chef reconocido internacionalmente.
Tampoco creo que sea necesario que la selección española se encargue de presentar a los hombres del campo como los “verdaderos héroes”. La heroicidad no es un valor, es una consecuencia, una actitud forzada por una adversidad. España, para variar, anda sobrada de grandilocuencia.
Aunque, obviamente, hay cosas peores: que otro chef de reconocido prestigio nos venda una hamburguesa de multinacional como botón de muestra del trabajo de los productores españoles. Quizás habría que preguntarse si sólo se comunica bien aquello que se ama, lo que se conoce en profundidad. Lo demás es perversión mercantil, tergiversación, una visión incompleta de la gastronomía ofrecida por gestores de presupuestos públicos y no por gastrónomos cultos y bien formados.
Me asaltan las preguntas a medida que avanza la película. No dejo de pensar, además, en la polémica suscitada en España por la ley del faite maison que Francia ha impuesto a la restauración pública y si esta película no llega en el momento adecuado. El film muestra al mundo, sobre todo a los americanos, lo que significa savoir faire, cocinar de principio a fin y sin atajos. Si la ley gala pretendía dignificar el oficio de cocinero, la película es su mejor cómplice.
Vínculo con la tierra
Además de la técnica es, también, básica para entender el mensaje de la película, esa campiña francesa que se entiende como una extensión de la cocina. Desde el primer momento se nos muestra cuál es el origen de los alimentos y a los cocineros como vínculo imprescindible entre la tierra y el plato, principio y fin de todo conocimiento gourmet.
Y el territorio, a su vez, se funde con el paso del tiempo. El paisaje varía, los productos cambian, la luz penetra en la cocina en cada momento de forma sutil, envolvente, concorde a los sabores y los aromas. Sublime metáfora visual la de la liebre muerta que el cazador deja caer sobre la mesa de la cocina cuando Eugénie ya no está.
Los grandes cocineros
Y al frente de este monumental despliegue de belleza, una mujer libre e independiente. Es poco casual que su nombre sea Eugénie, puesto que así se llamaba la más famosa de les mères de Lyon. Nuevo guiño, pues, a la historia de la cocina francesa, a los personajes, masculinos y femeninos que la han hecho grande.
En A fuego lento, aunque centrada en 1885, está la semilla de la Nouvelle Cuisine, con sutiles alusiones a Eugénie Brazier y su discípulo Bocuse, además de la presencia de Pierre Gaignaire, discípulo a su vez de este último.
El chef, asesor de la película y cocinero tras el telón de los platos, se presta a hacer un pequeño papel demostrando así que en cocina todo está unido por un mismo hilo conductor. Gagnaire es el enlace vivo con la herencia de sus ancestros mientras, en medio de una de las escenas, lee solemne, un menú del menú del Antiguo Régimen cuya estructura y orden comentan los invitados al modo de Savarin.
La buena comunicación gastronómica
Y, como colofón, un detalle no menos importante: la decisión de cocinar un pot au feu, genuina olla, plato tradicional popular con “el que se han alimentado todas las familias francesas” —dice el protagonista— para agasajar a un príncipe. ¿Está la sombra de Curnonsky, príncipe de los gastrónomos, en el trasfondo de esta escena? ¿Es la sabiduría popular de la cocina de las regiones francesas la madre y raíz de todas las cocinas, lo que jamás debe olvidar un gastrónomo?
Pregunta de examen para alumnos, aprendices, cocineros, críticos y gastrónomos que en el mundo han sido y que en este momento debaten sesudamente cómo conseguir que nuestras cocinas sean más sostenibles, identitarias y resilientes.
No sé si la película se va a llevar el Óscar de la Academia, pero sí que los académicos van salir pitando hacia el primer restaurante donde les preparen un boeuf bourgignone. Tampoco me atrevo a calificarla de “comedia romántica”, tal y como he leído en algunas crónicas, pues en esta película ni hay comedia ni hay más amor que el que se prodiga a la cocina, código compartido por dos amantes para mostrar sus sentimientos. La cocina es la encarnación de una pasión compartida, una diosa que exige sacrificios.
Tampoco sé si esta película pasará a la historia del séptimo arte, ni siquiera creo que sea un éxito de taquilla. Lo que sí creo es en su poder ejemplificador, en su capacidad para enseñar que la comunicación gastronómica va más allá de una ponencia en unos congresos que cada vez están más cerca de ser solo un festival de final de curso, que la autocomplacencia en la que orbita la gastronomía española no nos beneficia en nada, que una cocina sin cultura no deja huella.