Sorprende el talento que la cocina española sigue desplegando por todo el país, y asombra que en buena medida ese empuje creativo y empresarial esté en manos de gente muy joven pero con las ideas sumamente claras.
Eso es exactamente lo que ocurre con Barro (Ávila), un proyecto reciente puesto en marcha en su ciudad por el abulense Carlos Casillas (nacido en 1999 y con experiencia previa en La Tasquita de Enfrente, Miramar de Paco Pérez** y Ambivium*) en el mismo local en el que hasta entonces había tenido un bar de vinos singular, MûD Wine Bar.
Un relato muy pensado
Al restaurante, ubicado frente a las murallas de Ávila, se accede tras escrupulosa reserva. No es para menos: el local cuenta exclusivamente con tres mesas además de una barra donde tiene lugar uno de los pases, y acoge un máximo de doce personas.
Por eso el mismo día de la cita el comensal recibe un email de bienvenida explicándole qué se va a encontrar, que puede ir vestido como quiera, que por favor respete la hora de la comida o cena (el menú va más allá de las tres horas) y que cuando llegue ha de llamar golpeando, toc, toc, toc, la aldaba a la puerta.
Todo tiene aquí un sentido, sigue un discurso, un relato. Se entiende perfectamente nada más atravesar la pesada puerta de madera. El local, pequeño y alargado, es minimalista, con una aire indefectiblemente nórdico, naturista, de espigas, hojas secas y cuernos de ciervo que cuelgan de cuerdas suspendidas del techo.
El barro de las vajillas y cerámicas, los cubiertos de asta, de madera y materiales orgánicos diseñados por ellos mismos, curiosísimos, responden a la filosofía del restaurante. Tiene encanto y nada se deja al azar.
En el proyecto acompaña a Carlos un equipo de seis jóvenes, la mayoría cocineros ligados, como él, a Basque Culinary Center, incluyendo una nutricionista y una micóloga. Alta cocina contemporánea, muy personal, que apunta a estrella Michelin y/o restaurante revelación en una ciudad que pide a voces un revulsivo gastronómico como es éste.
Cocinando la esencia de Ávila
El restaurante es un fiel reflejo de lo que interesa, gusta y preocupa hoy a la gente de su generación. La sostenibilidad, el aprovechamiento de los recursos, la naturaleza y lo silvestre en el foco de la propuesta, el pequeño productor de cercanía, la recuperación de recetas y productos olvidados. También de las técnicas como las fermentaciones, las maduraciones, los jugos o los ahumados tienen un protagonismo obvio en la cocina
Ávila y su territorio, sus productores, su herencia gastronómica y su legado culinario transmitido durante generaciones son el ADN de Barro, un proyecto que según recalcan es una retrospección a sus paisajes, culturas y gentes encarnado en un único menú degustación, Alberche, de 16 pases (89 euros), con la posibilidad de maridarlo con dos armonías de vinos distintas, Raíz (75 euros y un plato extra) y Zarcillo (130 euros y tres platos más).
El menú empieza con caldo de lluvia, una suave infusión de verduras asadas y tostadas que va cambiando según la estación, servido en una vajilla ad hoc, con unas piedrecitas en el interior que suenan al inclinar el pocillo en el que se bebe, como si de un palo de lluvia se tratara.
Enseguida nos trasladamos a los orígenes, simbiosis del entorno representada en una sutil espuma de setas y líquenes, a la que acompañan pan ácimo y una mantequilla de miso de setas y polen. Esa buscada acidez es perfecta para seguir con el menú, largo y en bocados pequeños que va recorriendo los iconos de Ávila como el chuletón madurado (una pequeña loncha con el inconfundible sabor enranciado de la maduración), el delicioso nigiri de oreja crujiente de ibéricos Carhesan y el contrapunto de la cucharadita de pimientos rojos.
Un menú reivindicativo
La degustación es una reivindicación del territorio y una denuncia ecológica, por ejemplo, la existencia de especies invasivas como el cangrejo americano de río que han acabado con el autóctono, y al que dedican un plato, una especie de bisque de sabor potente, un guiso y un original canelón de chumbera cítrico y picante, servido con pan brioche.
El sabor de la memoria aparece en las alubias (judiones de El Barco, un tanto bastos) con conejo con morapio y civet de piñones, y la llamada de atención a la conciencia con Incendio, un guiso de pipas de girasol, crema del propio tallo, veza (leguminosa silvestre que recuerda a las lentejas), miso de trufa y polvo carbonizado de limón: un plato vegetal que es más textura que sabor y que rememora viejas costumbres, cuando se quemaban campos de girasoles buscando la rentabilidad. Es su forma de concienciar de una realidad presente cada verano.
La trucha marinada en tempeh (fermentado) de almendra, infusión de sus espinas, tatin de las pieles y amazake (bebida japonesa de arroz fermentado) con flor de almendra, sumamente ácido, configuran el pase denominado Lo que fue, es decir, rememorar cuando en los ríos abulenses se podía pescar trucha fario, ya desaparecida, de ahí que hoy se provean en una piscifactoría de Navarra.
Como en todos los platos el carácter conceptual de la cocina se apoya en mucha técnica, presentaciones efectistas, cuidadas, y un sabor que, en general, va de más a menos, de las proteínas y lo más graso del inicio del menú a los platos más ligeros, para que haya una buena digestión y evitar la pesadez; cosa que consiguen y es muy de agradecer.
La magia de una nuez
En un precioso cuenco de madera para comer con cuchara de nácar sirven una receta a base de dos añadas de nuez, “un lujo”, nos comenta Rodri, que junto a Carlos atiende nuestra mesa. Con una de ellas, la más vieja que dejan secar, elaboran una horchata. La otra es nuez tierna, recién recogida, un producto efímero que sólo se puede probar de primeros de agosto a primeros de septiembre. Carlos la comía en casa de su abuela cuando era niño, y ha querido recuperar esos recuerdos. Un lujo efímero, por eso se come con cuchara de nácar, como si fuera caviar. Deliciosa crema, buenísimo sabor, muy elegante. Casi parece un prepostre, pero los matices de la nuez fresca, liviana, de textura maravillosa, llevan la magia al plato.
Después de la sutileza, la bravura de la caza, el pichón de tierra de Campos, más grande de lo habitual al ser un cruce de paloma mensajera y paloma bravía. La pechuga va curada en shio koji (condimento tradicional japonés a partir de la fermentación de arroz) y terminada con pipirrana de almendra verde, un símil de gazpacho refrescante y algo salado. A parte sirven la patita del pichón, glaseada con garum y mulsum (bebida romana).
El alto nivel de complejidad se mantiene a lo largo de los 16 pases. Emulando al típico cortado de los años 70 (el famoso y viejuno sorbete de limón), Barro sirve un sorbete de huerta, con gel de tomate, tallos de calabacín y calabaza semiencurtida. Con él una especie de macarrones vegetales (del tallo de calabacín) a la parrilla, limón fermentado y agua de zumaque (o sumac, propio de la cocinas de Oriente Medio). En definitiva dos versiones culinarias de los mismos ingredientes (calabacín, tomate y limón) deliciosas, apetecibles, frescas y muy livianas.
El momento barra
La siguiente secuencia conlleva levantarse e ir a la barra que atiende Jaime Mondéjar (también del Basque y procedente de Cañitas Maite). Sobre una tapiz vegetal natural, el cocinero prepara en directo una declinación del pollo de pasto Poultree (made in Ávila), que se crían en gallineros portátiles con salidas libres a corrales que cambian cada tres días, por lo que comen pastos recientes y distintos.
Con este producto infrecuente Jaime prepara un interpretación de la gilda vasca (la pechuga, en salmuera y madurada, actúa como si fuera la anchoa), preparan una especie de embutido de pollo que terminan con pepitoria, y sirven también una especie de corte helado, con la piel del pollo suflada a modo de galleta y en el interior un helado de leguminosas, juego dulce y salado sorprendente, que descoloca.
De vuelta a la mesa Carlos nos trae su “carro de tomates” (sic), en realidad un atrayente caldero lleno de distintos tomates cultivados en Ávila (azul, penumbra, rosa de El Tiemblo, Daniela, pera…) para que elijamos cuál de ellos queremos probar en el siguiente plato. Siguiendo sus consejos nos decantamos por dos, el azul y el penumbra. Nos los sirven frescos, tal cual, con un licuado de fresas fermentadas, una armonía que le va de cine.
Controlando el dulzor
El momento dulce con el que termina el menú Alberche no lo es tanto. Siguiendo la premisa de la ligereza, evitar la pesadez y una gastronomía más saludable, el azúcar está muy medido en los pases dulces. El primero de ellos ahonda en la filosofía de aprovechamiento: descartes, setas y pino con helado de mantequilla salada, elaborado a partir de los residuos orgánicos de setas de cultivo.
El postre con fruta de temporada son unos higos verdes cocinados en frío con cenizas. Lleva una base de stracciatella con aceite de hoja de higuera y moras también de temporada, sobre crema inglesa. Plato sutil.
Para acabar un recuerdo, una llamada a la memoria con los buñuelos rellenos de algarroba que terminan delante del comensal. La algarroba, una vaina cuyas semillas convertidas en harina se utilizaban por sus matices azucarados para saciar las hambrunas de la posguerra el siglo pasado, se conocía como el chocolate de los pobres. Con ese poder evocador termina el menú en el que los vinos tienen un evidente protagonismo.
Una bodega viva
Barro no se entiende sin su propuesta líquida. Por eso plantean las armonías “como un elemento creativo a la altura de la comida”. De ahí que cada armonía conlleve platos extra, que no conciben sin esas y no otras bebidas, incluyendo fermentos de elaboración propia.
Con aproximadamente mil referencias —especialmente apabullante en etiquetas abulenses— la bodega es un complemento indisoluble a la parte culinaria. Se preocupa por el entorno y las personas que hay detrás de cada vino, y llega a calcular el CO2 de cada botella, compensando la huella de carbono con la reforestación de terrenos quemados, en los que invierten 1,5 euros por botella vendida en el restaurante. Porque quieren concienciar al consumidor, “que se beba más Ávila que nunca”. // Restaurante Barro. c/de San Sagundo, 6. Ávila. Tel.: 682 271 316. Precio medio: 215 euros. Menú degustación: 89 euros (sin bebidas).