La próxima vez que vayas a Marbella quizá quieras sustituir esa fatídica vista de los yates de Puerto Banús por una más modesta como la de un parque a mediodía. No es que antes el Parque de la Constitución marbellí no mereciera tal renuncia: tiene su auditorio y sus columpios, alguna fuente, árboles y las sempiternas cotorras —tiene incluso un planetario al que alguna vez alguien ha podido acceder—, pero es que ahora, además, cuenta con un bikini de pringá. Y ante ese bikini, no hay yate que valga.
En su quiosco clásico, que acaba de convertirse en el restaurante El Parque de La Milla —de nuevo con César Morales y Luis Miguel Menor al frente—, lo hacen de pringá, esa carne que sobra del cocido y que se come ayer, hoy y mañana en las casas andaluzas y que se vuelve golosa cuando aquí le suman un fondo de ternera suavizado con queso havarti y cebolla caramelizada. Tras meterlo entre pan y pan —básico, blanco, de molde—, le dan un buen baño de mahonesa con esa hierbabuena que no puede faltar en un puchero. Evidentemente, funciona. Lo haría en cualquier parte, pero más aquí, en la provincia de Málaga, en el parque, con las cotorras haciendo coro.
Los sándwiches se han revalorizado como el bitcoin. Ricard Camarena lo hace de pastrami en Canalla Bistró, el también marbellí Dani García se lo plantó de pollo, salmón y caviar a los de la OTAN en Madrid, en Londres se paga hasta 170 euros por un sando (sándwich japonés) de wagyu. La realidad es que cuando se mantiene en su origen humilde, el del bocado de aprovechamiento que siempre cede a la gula, sirve para un roto y para un descosido. El de El Parque de la Milla llama a ese pragmatismo y es, además, reflejo de un gesto honroso: el de untar con pan la esencia del puchero. Cuesta 8 euros.
En el mar y en tierra firme
Los del Grupo La Milla eligieron el mar y plantaron su primer restaurante en plena arena en 2015. Allí revalorizaron el terreno (aún más) a base de una selección y manejo ambidiestro de mariscos y pescados. También de bodega. Tenían la visión, tenían el producto y tenían el lugar. Y eso, en Marbella, es un pleno al quince. A pesar de que una tormenta se llevara por delante el chiringuito y de que tres años después una pandemia llegara a todas las orillas, Luis Miguel Menor y César Morales mantuvieron firmes los pilares y volvieron con ganas. Siguen siendo un referente en la ciudad para tomar pescados y mariscos a la brasa y arroces de nivel regados con una locura de vinos. Ofrecen, además, bocados ambiciosos que se posicionan en la modernidad, aunque es cuando no le dan demasiadas vueltas cuando los de La Milla aciertan.
Ahora han aumentado la apuesta y han elegido, además del mar, tierra firme. La realidad es que el Parque de la Constitución está a escasos metros del agua. Es lo que tiene esta ciudad que se engarza a la montaña sin dejar de nadar. Los de la Milla se han hecho con el quiosco que ha habitado este parque de mejor o peor forma durante años y que de alguna manera siempre ha sido promesa y han lanzado una propuesta sencilla, más económica, formada por platos informales llamados a amenizar una quedada entre verdes.
Los hits de la carta
La ensaladilla, gustosa, es la misma que la de su otro espacio: patata casi emulsionada con mahonesa y toque ahumado del atún rojo a la brasa que despierta con la piparra. Una de las mejores de la localidad. El taco César será otro de los hits del lugar: una hoja de cogollo con pequeñas gambas fritas vestidas con la susodicha salsa y parmesano, lo que recuerda la buena mano de esta gente con las frituras, que aquí también ofrecen, en versión reducida, para comer con las manos (aunque los calamares aquí no estén a la altura de lo esperado).
En el quiosco, más carne que en el chiringuito de la playa con opciones clasicistas (salsas holandesas, al whisky) y con otras con ese aire asiático que hoy parece ser obligatorio en todo gastrobar que se precie.
El vino sigue siendo marca de la casa y aunque aquí las referencias aparecen en número más reducido, sigue estando al nivel esperado. Opciones interesantes por copa —varias opciones de generosos y espumosos, incluido un champán Nicolas Feuillate— para acompañar los bocados que recuerdan que un día de parque en Marbella no es igual que un día de parque en cualquier otra ciudad.
Hay un parque. Hay senderos enlosados, alguna fuente, un planetario. Hay palomas porque es un parque. También cotorras que llenan el aire con su canto agudo. No es fin de semana, pero desde el otro extremo, quizá desde el tobogán azul oculto entre pinos y palmeras, llega algún que otro grito de niño inglés que compite con el de las aves. Hay niños y niñas y pájaros porque es un parque y ellos no saben que es martes. También hay un bar y un buen sándwich, como en cualquier parque que se precie.