Juan Monteaguado es de Casas-Ibáñez (Albacete), el pueblo que han puesto en el mapa –culinario y geográfico– Javier Sanz y Juan Sahuquillo, los jóvenes artífices de Cañitas Maite (y ahora también del reciente Oba) multipremiados en Madrid Fusión 2021. Monteaguado es su paisano, también cocinero e igualmente joven. Tiene 31 años y desde 2011 lleva dando vueltas por esos mundos gastronómicos de Dios, desde que terminara los estudios en la escuela de hostelería de Bilbao.
Las prácticas de cocina le llevaron a Azurmendi y Mina, dos de los mejores restaurantes vizcaínos. Pasó por Londres y acabó en Madrid, en lugares tan conocidos como los desaparecidos Albora (a cargo de David García, ahora en El Corral de la Morería), La Candela Restó (del hetedoroxo Samy Ali), Adunia, del (precursor) cocinero manchego Manolo de la Osa, o Santerra, que continúa abierto y dando muy bien de comer gracias a Miguel Carretero.
Ya como profesional estuvo un año trabajando en Membibre (recomendable cocina de producto) y Lobito de Mar de Dani García, como jefe de la partida de arroces. Y en esto le pilló la pandemia y volvió a su tierra. Como a muchos ese impasse le ha supuesto replantearse muchas cosas. Albacete también existe. De hecho a muchos les puede sorprender esta dinámica ciudad, la mayor y más poblada de Castilla-La Mancha, en la que no hay restaurantes de alta cocina. Había por tanto un hueco.
Un manchego afrancesado
Juan y Laura, su mujer, arracaron este proyecto personal el 5 de enero de este año, un particular regalo de Reyes. Ambos tienen muy claro cuál es el lugar que quieren ocupar y cómo hacerlo. Juan Monteagudo quiere apostar por la huerta y los pequeños productores, por todo lo manchego, lo cercano, haciendo un especial hincapié en la cocina vegetal. Para llevar a cabo su línea argumental recurre a una cocina decididamente contemporánea, de base manchega e influencias francesas.
¿Un manchego afrancesado? Después de probar su cocina queda patente que, en realidad, más de lo primero que de lo segundo, aunque lo francés lo lleve en la sangre. Su padre, Philippe André Monteagudo, es un artista nacido y criado en París –hijo de un exiliado de la Guerra Civil– que le ha inculcado su amor por Francia y su cocina. Al final, cosas del amor, acabó con una albaceteña que le hizo volver a las raíces.
Esa influencia francesa se deja ver, de una forma más o menos evidente sobre todo al inicio del menú, en la cocina de Ababol (significa amapola) un local agradable, sencillo y actual, decorado con las pinturas de Philippe. En la cocina vista que protagoniza buena parte del espacio se mueven jóvenes cocineros ataviados con una gorra que recuerda a la típica parpusa de los chulapos madrileños. Aquí no se usa la toque blanche francesa, el gorro alto de pliegues; al final prevalece el casticismo, aunque sea manchego.
Entrantes, con sabor y tradición
La carta de Ababol, no muy larga, se mueve al ritmo que marcan las estaciones, con una decena de entrantes y unas seis opciones de segundos, además de los postres. Por eso lo más recomendable para apreciar su cocina es decidirse por alguno de sus dos menús degustación: Tierra (4 aperitivos y 6 platos, 50 euros) o Ababol (4 aperitivos y 8 platos, 80 euros), con opciones de maridaje aparte.
Ya desde los agradables snacks queda patente por dónde van a ir los derroteros: remolacha en merengue seco; queso manchego y lavanda; aceituna mimetizada aliñada con aromáticas; chupito de tomate y pepino en dos tragos y croqueta Joselito. Se evidencia desde el principio que es una cocina con mucha base técnica y planteamientos contemporáneos, pero centrada en el sabor, en las raíces y la tradición.
De ahí la croqueta, casi líquida, al borde del abismo, que reboza en panko. No es la mejor opción porque el rebozo, más grueso por las escamas del pan rallado japonés, sujeta bien la delicada masa, pero también absorbe mucho más aceite en la fritura, perjudicándola (se lo comentamos y rápidamente Juan nos trajo una croqueta con el empanado típico, mucho más conseguida: debería ir directamente al concurso a la mejor croqueta Joselito de Madrid Fusión; ahí lo dejamos).
Tras es el (buen) pan y aceite que elaboran en su propia finca y que invita a mojar, llega el primero de los entrantes, el asadillo manchego, pimiento asado al carbón cortado en tartar que va sobre una base de agua de tomate y comino y un sorbete de bloody mary, con un bocado de sardina ahumada. Es una actualización del tradicional asadillo, estupendo, con la sutileza del agua de tomate, el sabor de la sardina, y donde quizás el sorbete resulta un poco dulce y no termina de encajar.
Protagonistas, las verduras
Las verduras protagonizan buena parte de la comida. Es una tendencia –afortunadamente– imparable en la cocina del XXI y enlaza con un perfil de comensal cada vez habitual. Las mujeres hemos influido mucho en los últimos años con nuestros gustos y formas de comer, y los cocineros se han ido adaptando.
Juan sirve en el menú largo cuatro platos vegetales, la mitad de toda la propuesta. Con ellos, los guisantes de (su) huerta a la llama, caldo de cebolla y manzana asada y cola de cigala marinada, unos guisantes pequeñitos, mínimos, los últimos ya de la temporada. Una propuesta que tiene gracia, original, con toques vegetales, ácidos, picantes, todo equilibrado y armónico.
Hay más verde: la berenjena en escabeche de mejillón y vainilla, plato de nítido sabor a mejillón (aunque la berenjena resulte pelín dulce), o las judías verdes a la brasa (punto de cocción perfecto) con coliflor y jugo de vainas y manitas de cerdo, de delicadísimo caldito vegetal.
Foie, bacalao y matanza
Sin duda uno de los mejores platos es el foie asado, caldo de hierbaluisa, yogur e hinojo, maravillosa propuesta clásica que Juan domina técnicamente (no es fácil probar un foie como este), de sabor y temperatura irreprochable: un platazo. Pero hay otros segundos en los que se manifiesta una cocina de sabores más potentes que se hunden en La Mancha más auténtica. Como el zanguango con verduras a la lumbre, una reinterpretación de esta típica receta albaceteña (similar al atascaburras), con una tajada de bacalao y una sopita de poderosísimo sabor. Esa contundencia sápida prevalece también en la ventresca de atún de almadraba con especias morunas, que sirve sobre una ensalada líquida y una demiglace de verduras, magnífico para compensar la grasa del pescado; un plato bien sabroso.
La Mancha más pura, la más tradicional, emerge con el solomillo ibérico de bellota, macerado durante cuatro días en adobo, que llega a la mesa junto a una crema de patatas, migas de chorizo (jijas), manzana y aire de especias de matanza. Es posiblemente una de las elaboraciones más representativas de Ababol, porque le sitúa en el escenario en el que está, y resume la esencia y el sabor de esa tierra.
Pero la cocina de Monteagudo se sitúa en la ambivalencia, la delicadeza y liviandad de lo vegetal y la potencia del gusto y los sabores rústicos y profundos de lo manchego. Las cuidadas presentaciones y las técnicas de la post vanguardia permiten hechuras actuales, con una visión del recetario pasado por su filtro personal. Los postres (cítricos y especias, tarta de queso azul de oveja) resultan menos interesantes que el resto del menú y no están al nivel del resto de la cocina.
La bodega contiene referencias interesantes –incluso infrecuentes– de distintas zonas vinícolas (incluida Francia) con el protagonismo de los vinos castellano-manchegos. Y a precios bastante razonables. Un restaurante al que seguir la pista. Lo dicho, Albacete también existe. // Ababol. Calderón de la Barca, 14. Albacete. Tel.: 967 020 882. En verano cierra domingos y lunes. Precio medio: 70-100 €.