Algunos fines de semana el centro de Lima está vacío, concretamente los últimos. No pasan autos porque cierran las calles para que se pueda hacer deporte o caminar. No hay ruido si van temprano y la mayoría de propuestas gastronómicas, de cafés y museos están abiertas. Se arman ferias y los negocios principales, esos que funcionan de lunes a viernes, cierran sus puertas convirtiendo el paseo en un espectáculo de balcones, tallados de madera y herrería que, por lo general, no se puede observar en un día de oficio. Esos son los momentos más deliciosos que muchos viajeros no llegan a disfrutar por atreverse en violentos toursetes manejados con banderita.
Mi centro, en el que descubro cosas nuevas (que obvio están ahí hace años, pero para mí son nuevas), es otro. Es el de catedrales, santos coloridos y cruces de plata, quintas ocultas, casonas con patios de apuabullante vegetación y techos de vitrales labrados; el de rincones donde se pueden disfrutar los bocados más entrañables y humildes de nuestra gastronomía limeña; el de un mercado central al que hay que entrar con cuidado, pero donde abundan las frutas de temporada carnosas como el mamey y la chirimoya; rodeado de un barrio chino de exquisiteses. Acá mis datos. Los que voy recopilando cada domingo para esa lista completa que aún espera, algún día, entera publicación.
Recuerdos del centro prohibido
Mi acercamiento con el centro no termina de ser aún completo, pero va avanzando en cada visita. Recordemos, para ponernos en contexto, que en los años ochenta, cuando era niña y adolescente, no tenía permitido ir. En ese tiempo Perú estaba embuido en una guerra interna armada y atravesando una crisis épica. Sí, no era una ciudad estable y la mayoría de negocios y oficinas gubernamentales principales estaban en el centro, conviertiéndolos en blanco fácil de ataques, huelgas, bombas y otros eventos inesperados.
En los años ochenta, cuando era niña y adolescente, no tenía permitido ir. En ese tiempo Perú estaba embuido en una guerra interna armada
Guardo algunas memorias, sin embargo, las primeras son borrosas y se remontan a cuando era pequeña y mi abuela Inés me llevaba a la Plaza Mayor (de Armas), al Jirón de la Unión con vestido de fiesta, a un convento de monjas a comprar dulces y visitar a una tía; y a comer helados de vainilla a la Botica Francesa. Mi abuelo Pepe se encargaba de la parte de los turrones: cada octubre, mes del Señor de los Milagros, el centro se teñía de morado y el turrón era motivo de feria y festín: varillas de masa quebradiza animada con anís y suavizada con manteca, construían bloques de tres o cuatro pisos bañados en miel de frutas y especias, decorados con caramelos y rompemuelas con mensajes internos. Sí, como las galletas chinas, pero más peligrosos por su dureza.
Luego volví al centro, claro, pero ya de universitaria, a las marchas contra los abusos de aquella dictadura que también vivimos, pero que todos parecen empeañados en olvidar. Ahí comenzó el descubrimiento de bares y cantinas, de esos en los que caímamos luego de extensos recorridos y gaseados, con ojos lagrimosos. A beber cervezas, a tomar pisco sours, a compartir salchipapas y chilcanos de guinda. A cantar al son de un piano viejo antiguos boleros y valses criollos que terminaban en bailes, abrazos, besos y hasta amores.
La reconexión limeña arranca así. La fascinacion por todo lo que me había perdido, por el reconocimiento del arte, del sincretismo en la iglesias que se alejan de aquellas españolas por sus colores, iluminaciones y flores, por la venta de comida callejera en los exteriores asociada a los domingos. Y siguió hasta hoy. A pesar de idas y venidas, mínimo un par de veces al mes recaigo. Recorro los de siempre, pruebo algo nuevo, revivo algún recuerdo. Porque las marchas no se han terminado, pero hay espacios de paz y en esos me refugio cuando no hay que seguir en el reclamo que toque.
Recorro los de siempre, pruebo algo nuevo, revivo algún recuerdo. Porque las marchas no se han terminado, pero hay espacios de paz
Los desayunos
Desde donde se encuentren alojados en Lima, tomen un taxi o Metropolitano (transporte público) y vayan directo a la Basílica y Convento San Francisco de Asís. No solo para apreciar su monumentalidad, sino sus catacumbas, patios internos llenos de frescos, su biblioteca icónica y sus batallón de santos. Ahí están Judas Tadeo, Benito de Palermo y La Cruz de Chalpón, además de otras decenas con historias que servirán para su educación espiritual (o no). Cada quién. La luz que entra por las bóvedas ilumina en interior de manera brutal y las palomas que se acumulan en su atrio exterior son las que saben todo lo que allí pasa.
A una cuadra está El Cordano, en el Jr. Áncash, taberna italiana que en su día fue heredada y manejada (sigue siendo así) por sus empleados. Hay cocina menú, pero también desayunos con café pasado y es famosa por sus sánguches de jamón del país, butifarras y lomitos. Hay tablas de charcutería para los que evaden el pan y tamales para los que lo quieren animar. Porque acá se come pan con tamal con zarza criolla. Sus paredes cuentan historias de famosos presidentes que pasaban bien de mañana porque un sánguche no bastaba; de taurinos y toreros en el esperar de la faena o en el después celebratorio; y otras menos sangrientas de poetas que se inspiraron en servilletas y tertulias para con letras balancear la barbarie.
Al frente, la Casa de la Literatura o la antigua estación de tres Desamparados, atención a su arquitectura y vitrales; a unas puertas, las casas de los zapateros artesanos y más abajo, el Museo del Cacao y Chocolate, donde encontrarán terraza y algunas bondades de origen peruano. Aunque si el antojo va más por un churro criollo, pues den la vuelta a la manzana y encontrarán en San Francisco los más generosos en manjar y crujientes en factura. Salen calentitos.
El aperitivo
Hay que cruzar la Plaza de Armas. Si pueden hagan un pequeño desvío para ver desde la torre del Convento de Santo Domingo toda Lima plena, la estructura hermosa de Correos en Conde de Superunda 170, y toquen la puerta de la Casa de Aliaga, donde aún viven los herederos de la familia que la levantó al inicio la Colonia, la mantiene intacta y hasta se organizan visitas y cenas a pedido.
Cruzada la plaza, se debe de tomar el Jirón de la Unión, paseo donde encontrarán cientos de tienditas y puestos al paso con yoguis (bollos cocidos como waffles), pollo a la brasa y broster a discreción, helados de cucurucho de máquina y, si tienen suerte, alguno que otros puesto que venda raspadillas, hielo picado con colorantes de sabores, básicamente. Mientras se van comiendo alguna que otra chuchería de esas por las que todos caemos rendidos, recomiendo mirar para arriba porque ahí se conserva lo antiguo, y parar en la Casa de Eugenio Courret, diseñada por el arquitecto Enrique Ronderas, donde funcionó desde 1906 el estudio del fotógrafo Adolfo Dubreuil, en el brutal frontis del La Merced donde está la milagrosa cruz del Padre Urraca.
Luego sigan hasta el mítico Hotel Maury (Jr. Ucayali 201). Algunos afirman que el pisco sour (pisco, limón, clara de huevo y almíbar) nació aquí, otros historiadores dicen que fue inventado por un estadounidense llamado Víctor Morris, en el Morris' Bar. Da igual, bebemos lo mismo. Y si uno no basta, el siguiente es el Gran Hotel Bolívar (1924), terminando el Jirón de la Unión, en la Plaza San Martín. La de la liberación. Ahí están los dobles, los que llaman Catedral. Finalmente, si les da el espíritu, la Bodega Queirolo, famosa desde 1920 por sus bocadillos y platos criollos (tavola calda). Hay pisco sour y chilcano, pero también cóctel de algarrobina y la famosa Res: botella de pisco con soda blanca de litro y limón de pica para un día sin remordimientos.
Hora de comer
Porque tanto aperitivo abrió el apetito, siguiendo por Jr. Camaná y la Av. Emancipación van al llegar a el Barrio Chino de Lima, al lado del Mercado Central. Perú tiene una de las comunidades descendientes de chinos más grande (alrededor de un millón) en América Latina y esta se remonta a fines del siglo XIX, cuando “trabajadores contratados”, claro, bajo condiciones bastante dramáticas (muchos de la provincia de Guangdong), llegaron a trabajar en las haciendas y minas después de la abolición de la esclavitud en Perú. La cocina china, en especial la cantonesa, se adaptó y crisoleó bien con la peruana, y la mezcla de técnicas e ingredientes generó el chifa.
Para dumplings rápidos y costillas vayan a Avícola Modelo (junto al arco principal del barrio), no hay letrero ni aviso, pero la cola indica; para ver insumos, a la mitad del paseo principal está el mercado en una quinta solapada; y para un banquete chifa, pues el San Joy Lao o el Salón Capón (Jirón Paruro) siempre son buenas apuestas. Si es su primera vez: arroz frito peruano-cantonés (chaufa), wantán, dim sum, sopa wantán, tallarín saltado, chi jau kay (pollo frito con mensi, soya, sésamo y salsa de ostras) y los especiales de la casa. Que el paseo culmine con compras: hay distribuidoras de alimentos y vajilla china desperdigadas por el Jr. Paruro, y también algunas con oferta de la India. No comida, pero sí artilugios.
El último tiempo
No vamos a agobiar más, pero un buen paseo es necesario a estas alturas, una caminata larga que despida el chifa e incentive el tentempié de la tarde. Así que hay varias opciones para comprar y llevar de regreso al hotel. Primero la panadería Huérfanos (Jr. Azángaro 700), donde su bollería de antaño se remonta a la época de cuando San Juan bajó el dedo, pero se consiguen panes dulces y rosquillas frescas. Un cafetín vieja escuela donde no sugeriría atraverse a más.
Luego Nazarenas (Jr. Huancavelica 431), a una cuadra de la Iglesia y Santuario donde está el Cristo Moreno y Morado, el que anima procesiones en octubre y cubre la ciudad de color atardecer andino rabioso (así me contaba mi madre que se ponían los cielos de Ayacucho, teñidos de morado). Esta pastelería tampoco tiene letrero ni nombre a la vista, pero la cola los guiará para comprar un turrón calentito y recién salido del horno, y un paquete grande de rosquillas para llevar a casa.
Dos paradas más y acabamos. Caminen hasta El Chinito. Hay uno en la Plaza de Armas donde pueden tomarse hasta un café y compartir pan con chicharrón y unas costillas carnosas y divinas, pero el original está en Chancay con Zepita, donde para mi todo es más rico y te lo ponen para llevar. Y es que el cierre definitivo lo recomiendo en El Tío Candela. Ya con los paquetes llenos de recuerdos y sabores, enrumben en taxi, eso sí, por aplicativo mejor (no es lejos, pero sí sugerido). Acá no hay lugar para remilgos, se come el pescado que hay y las espinas se tienen que sacar con las manos.
En El Tío Candela sirven pescado eviscerado, pero enterito y ustedes escojerán el que más le guiñe el ojo. Con cabeza y cola, con mote, yuca frita y ensalada. Frito en peroles a la luz de faroles que se prenden en el estacionamiento del Jr. Angaraes con Emancipación desde las cinco de la tarde. Por este plato crujiente la gente hace cola frente a un caliente brasero, donde doña Rossana Saravia, Charito, ha sabido continuar con el legado de sus padres. Luego, cuando la chita, la cabrilla, la cachema, lorna o pintadilla tocan el aceite hirviendo esperamos dentro, en alguno de sus dos pequeños locales donde su mamá cobra, la familia atiende y si tienen suerte, pueden pedir hasta unas hueveras fritas tiernas y jugosas. Después de eso, no hay quien aguante el sueño ni la felicidad.