En la madrugada de cada 30 de marzo una grúa sobrevuela el cielo de Madrid y deposita sobre la acera del número 8 de la calle Narváez una caseta blanca y azul. A la mañana siguiente, los hermanos José y Miguel García levantan la persiana de lo que hoy es el último aguaducho que queda en la capital.
Con este nombre olvidado se conocía a los puestos callejeros de bebidas que tuvieron su esplendor en la primera mitad del siglo XX cuando solo en Madrid se contaban hasta 300 aguaduchos.
Tradición horchatera en Madrid
La mayoría eran propiedad de familias alicantinas y valencianas, como los Guilabert, los bisabuelos y abuelos de José y Miguel que en 1910 emigraron de Crevillent para quitar la sed a una ciudad que en verano suda más que pestañea.
Y lo hicieron con dos de las bebidas levantinas más refrescantes: la horchata y el agua de cebada, con las que Madrid emprendería un idilio de los que dejan huella.
Porque por mucho que presumamos los madrileños de nuestra agua, bien que nos ha gustado darle sustancia convirtiéndola en agua de canela o de azahar, aguas aromatizadas muy consumidas durante el Siglo de Oro, o alegrarla con aguardiente y azucarillo.
Pero fueron la horchata y el agua de cebada las que llegaron para quedarse y de las que ya en 1789 hay noticia de su consumo en Madrid, como cuenta el investigador Alberto Sánchez Álvarez-Insúa.
Establecimientos efímeros
La familia Guilabert lleva cuatro generaciones haciéndolas artesanalmente, 113 años —solo interrumpieron durante la guerra civil— durante los que su aguaducho ha sido de hierro, de madera e incluso ha tenido mostrador de zinc, hasta llegar a su forma actual blanquiazul.
En ese tiempo tampoco se ha quedado quieto y ha pasado por cinco ubicaciones, desde la inicial en la calle Cedaceros hasta la actual en la calle Narváez, en la que permanecen desde 1944. Y es que si algo ha caracterizado al oficio de horchatero no ha sido precisamente la inmovilidad.
Los aguaduchos han sido y son construcciones efímeras que se montan y desmontan según los tiempos que imponga el calor veraniego (y las ordenanzas municipales), como efímero y estacional también fue el horchatero ambulante que con la garrafa al hombro o sobre un carrito, recorría las calles pregonando su mercancía.
Los Guilabert, defendiendo el agua de cebada
Pero el horchatero no solo vende horchata, sino que es también el artesano que la elabora. José aprendió de su hermano Miguel y este, a su vez, de su tío Manuel y su madre Lola. En los años 70, cuando el aguaducho aún tenía una pequeña terraza, la horchata se hacía a primera hora de la mañana directamente en la calle, sobre la acera, con una prensa de hierro para después filtrarla, añadirle azúcar y ponerla a enfriar.
Este “refresco valenciano de tradición y madrileño de corazón”, como lo llama Insúa, ha tenido una fama más alargada que la de su pariente el agua de cebada, a la que sin embargo se la reconoce como una “bebida castiza”. Tanto es así que —explica José— no falta en las verbenas de la Paloma o San Lorenzo.
Su casticismo no viene por su origen, sino por el furor que desató entre los madrileños que la bebían a litros. Aunque su consumo ha decaído con los años, se está volviendo a conocer y por ahora ha desbancado al otro icono del verano, el limón granizado.
La prepara durante el invierno, cuando tuesta la cebada que se deja macerar después de haberla cocido y a la que se añade azúcar de caña. Esa especie de concentrado resultante se mezcla con agua y a la hora de servir José le añade un poco de limón granizado para mitigar el sabor tostado.
El kiosko de Miguel y José es uno de los pocos sitios en Madrid donde aún tienes la oportunidad de probarla, al menos hasta octubre, cuando la grúa volverá a llevarse el aguaducho dejando desnuda la acera de la calle Narváez hasta el próximo verano.